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Termómetro Social IV (al servicio de la histórica impunidad)


Lo primero que sintió Luciano M. fue un grito. Pero no uno de esos que uno pega cuando te sacude una sorpresa desagradable, se asusta, o directamente se espanta, sino más bien el rabioso y seco imperativo que sale despedida de la boca de una autoridad. Eran las nueve de la mañana, y estaban frente a la estación Colegiales de la ex Línea Mitre. Un flaco se tiraba trompadas con un agente de la policía federal. Por lo menos otras cinco personas observaban la escena.

En seguida llegó a las corridas otro policía -grandote y de civil- que, sin nigún tipo de mediación, le puso un arrebato al flaco en el medio de la jeta, con saña, mucha saña, haciéndolo caer contra el cordón de la vereda. En el suelo le pegó un par de patadas para que ni se le ocurra ponerse de pié. Luciano M. corrió la vista, dejó de mirar, por costumbre, por miedo, porque así estamos formateados desde que somos chicos: la policía mete miedo, tiene poder y se maneja con impunidad. No importa lo que pase en la superestructura: la Federal corta la pizza y ningún sorete muerto de hambre les va a tocar el orto. Luciano M. relojeó a los cinco que estaban enfrente, y también jugaban al distraído.

Cayó otro Federal, de más de cincuenta años, desacostumbrado al vértigo, pero no al maltrato. Dio vuelta al sorete, le depositó el peso de sus más de cien kilos en la espalda, y después de doblarle los brazos con la ayuda de los otros dos, le amarrocó las muñecas. El agente más joven, todavía pasmado por las pelotas -o la insensatez- que había mostrado el flaco -negro y pobre-, le dio cuatro o cinco trompadas en las costillas. Tenía la mirada peligrosamente perdida y en ningún momento tuvo el cuidado de pispear si los civiles -entre ellos Luciano M.-, estaban mirando, o no. El guacho no escarmentaba: "puto, sos un cagón, cobani chupaverga". Le dieron un par de patadas más, y lo levantaron. Pero el flaco volvió a agredir al joven agente, o cabo, que recien ahora estaba recuperando el aire que había perdido en la corrida y en el mano a mano -en el que se había comido, por lo menos, una ñapi-.

Lo llevaron hasta un agujero, debajo del kiosco de diarios levantado sobre el andén, escondido de la vista de todos porque justo en ese lugar había estacionado un colectivo. Luciano M. espiaba desde la esquina y palpitaba una torturante predicción: lo iban a matar a trompadas, como en uno de esos videos que cada tanto ganan la televisión, donde la policía le pega sin asco a un hombre indefenso.


Luciano M. se fumó dos cigarrillos al hilo. Estaba dispusto a intervenir. Se imaginó la frase que escupiría a la distancia: "¡no le peguen más, loco!, ya lo tienen reducido". O: "No se puede tratar así a un tipo indefenso. Llévenlo preso y dénle todas las garantías que les corresponde". O: "Les voy a meter una denuncia y se van a quedar en la calle, manga de hijos de puta, los tiempos cambiaron, ahora tienen que responder al poder civíl". Pero Luciano M. no abrió la boca. Hubiese querido tener a algún funcionario al lado, o más pelotas, o que hayan pasado diez años y que la Policía haya dejado de ser, finalmente, lo que siempre fue: un ejército de delincuentes resentidos enemistados con el pueblo.

El primer patrullero llegó a los cinco minutos. Y enseguida, uno detrás de otro, cuatro más. Eran por lo menos diez agentes los que ahora pisoteaban las piernas del negro tirado en el piso, mientras lo miraban con desprecio y le dedicaban un verdugueo que Luciano M. no llegaba a escuchar.

Indeciso, esperando un desenlace irreversible, Luciano M. escuchó las palabras de un hombre que también parecía estar atragantado con la violencia institucional de la Federal: "estos tipos son los resabios que nos queda de la dictadura". Pero se fue. Y Luciano M. volvió a quedarse solo, como único testigo de una secuencia que todavía no había terminado.

Finalmente, decidió irse. Algunos patrulleros ya se habían retirado, y desde el andén contrario veía las patas del delincuente, y los borceguíes de los policías, y hasta que vino el tren que lo llevó hacia Retiro, no pescó ningún otro exceso de parte de los uniformados. En el camino a su trabajo se acordó de una nota en el diario Tiempo Argentino, que hablaba de los cambios que viene implementado Nilda Garré al frente de la Policía Federal, y de un número de teléfono que se había abierto para hacer denuncias (0800 555-5065). Fue lo primero que hizo ni bien llegó a la oficina: una denuncia. No se bancaba un minuto más con la historia revolviéndole las tripas. "Les pido que se aseguren que el flaco está en la comisaría 37, entero, porque la sensación que nos quedó en el cuerpo a los que vimos los hechos, es que en manos de esos tipos le podía llegar a pasar cualquier cosa".

Los patrulleros no parecían ser parte de los últimos anuncios ofiales, móviles equipados con tecnología de punta, con una cámara de video en el interior, a modo de caja negra de los aviones, justamente, para evitar que los federales castiguen a sus presas.

2 comentarios:

vir dijo...

Me revolviò el estomago y me recordò una escena parecida en una farmacia de Farmacity.
Hay que intervenir de cualquier modo pero es un deber no mirar para el oto lado.Terrible, imaginemos lo que debe pasar en lugares menos centricos.

Cristina F dijo...

Terrible. Una muy buena historia sobre la indefensión, el miedo, la cobardía, las viejas razones del no te metás con el que nos crucificaron.Resulta difícil, toda una tarea de reeducación, recuperar la dignidad y "rescatarse" como ser humano frente a la injusticia.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios