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Capoeira Angola



Al ver la velocidad con la que jugaban los dos brasileños y la excitación que tenían los otros cuarenta que aplaudían y cantaban a su alrededor, dejé de dudar: no iba a entrar. Aliviado con la decisión, subí a la glorieta. De ahí veía los puestos anaranjados de la feria, los árboles, el azul del cielo, una avenida a lo lejos, y abajo tenía, a dos metros de distancia, la roda. Los mestres que habían llegado de San Pablo, Bahía y Río, tocaban los berimbaus, atabaques y pandeiros, y un joven graduado de cordel marrón, negro y calvo, que la tarde anterior nos había dado una clase dentro de un gimnasio de básquet, cantaba meu, meu berimbau, vai tocando dimdim, pedindo paz. Todo el resto, bailaba, aplaudía y saltaba, contestando los coros: pedindo paz. La mayoría tenía ropa blanca, pero muchos vestían remeras de sus grupos en las que resaltaban los verdes, rojos y amarillos. Hacía calor. De los doce que habíamos viajado en representación de Capoeira Baires, sólo Macaco Branco tenía condiciones para entrar a jugar. Ahora estaba arrodillado al pie de los berimbaus. Cuando le llegó el turno, se metió. Tenía la agilidad de un gato, entendía el juego del amague a la perfección, y era rubio. Su contrincante era un mestizo de pectorales de gimnasio que se hamacaba con destreza, pero que le prestaba demasiada atención a la tribuna. Macaco amagó que lo acorralaba por la izquierda, el otro quiso salir con una medialuna por su flanco derecho, y nuestro compañero le marcó una de sus orejas con el empeine de su pie derecho. Cuando Macaco volvió al centro de la roda, lo esperaba el hijo mayor de Elias, el Mestre que dirigía la escuela de capoeira anfitriona, llamada Senzala. Nuestro Mestre se llamaba Cari, y ahora estaba a un costado de uno de los panderistas, murmurando los coros, pero atento a los movimientos de su alumno estrella. De repente, Elias frenó la roda con un grito. Lo último que se escuchó fue un golpe seco sobre el parche del atabaque. En el aire quedó flotando el murmullo carioca de la feria y el aleteo de una bandada de loros que remontó vuelo. Michel se despegó de Macaco, y se puso de pie. Lo había hecho caer y le estaba aplicando en el brazo una llave de otro arte marcial: el Jiu Jitsu.

Durante aquel año 1999 todavía no me había acercado a la capoeira Angola, que es más lenta y espiritual, sin tanto firulete ni contacto. Sí lo hice algunos años después, de la mano de un amigo que me había hecho en Capoeira Baires, que hoy vive en el monte catamarqueño. A nuestro Mestre Cari se lo había devorado el 2001, y yo, que ya era padre, me acercaba a la escritura, sin saber, a su vez, que algunos años más adelante profundizaría otro costado de mi vida hasta aquel momento aparentemente adormecido: la política.

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Como dijo Maradona, que la chupen los gorilas




Lo hablábamos en la tribuna: la argentina es un país único por la intensidad con la que vivimos tanto las desgracias como las conquistas. Pensá en el 2001, por ejemplo, dijo uno, que andaría por los treinta años. Y recordamos la plaza de mayo, los caballos sobre las madres, los gases, las corridas y barricadas en la Diagonal Norte, la batalla cuerpo a cuerpo con la infantería de la federal, los muertos, el fuego. Y ahora mirá, ejemplificó otro, que había venido desde Tucumán y que no superaba los treinta: el campo de juego se poblaba de militantes a un ritmo enloquecedor, las dos plateas, norte y sur, ya estaban llenas, y la tribuna que ocupábamos nosotros, juntos a miles de compañeros y compañeras, era un hervidero. Si no tuvieses la visión del campo, y el escenario con la consigna Unidos y Organizados, y sólo mirases hacia los costados, estaríamos en la tribuna de cualquier cancha de nuestro fútbol, irrumpió ella, que tenía puestas unas zapatillas Topper, jeans y un bucito Adidas desabrochado de color verde. O lo mismo que pasa en los recitales, agregó otro, en los que todo el mundo salta, flamea banderas, o prendía bengalas. Un hombre con una campera de Lanús empezó a repartir sándwiches de jamón y queso. También había algunas bebidas. Varios, alrededor, tomaban mate. Conté la anécdota de Darryl Jones, el bajista de los stones, que dos días después de haber tocado en River bajo una cortina de agua y ante miles de argentinos que revoleaban la remera por arriba de sus cabezas, pedía en su blog que algún sociólogo le explicase qué carajo nos pasaba a los argentinos. El tipo no entendía qué fue lo que había pasado acá, cerré. Y en ese momento los locutores pidieron que las personas que estaban subidas a las torres de la luz, se bajasen. La miré, y nos encontramos: ella lo hacía con firmeza desde debajo de la visera que se había armado con su mano derecha porque el sol le daba de lleno en los ojos. Se había sacado el buzo. Las tiritas de la musculosa blanca le resaltaban las curvas de sus hombros suaves y dorados. Los locutores anunciaron el show de cumbia de Clase K.

Para los que somos futboleros el acto de Vélez pagó por dos, porque no sólo la tribuna de nuestra organización, enfiestada de trapos, trompetas, bombos y flameadoras, celebró, masivamente, y una vez más, que formamos parte de la generación del bicentenario que parieron Néstor y Cristina, sino también, porque colgamos trapos a lo largo y ancho de la tribuna, desplegamos las sábanas gigantescas de YPF, y nos quedamos, una hora después de finalizado el acto, arriba de los paraavalanchas, entonando, una y otra vez, el cancionero nacional y popular que retrata, con suspicacia y sello propio, las características de una nueva era.

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Manu y Santino Dios

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