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River, mi buen amigo (II)

La tarde del 26 de junio del 2011 nos fuimos a la B. En el monumental. Fue el día más duro de la historia del club. A las dos horas, mi hermano, en su casa, escribió un texto. Acá esta.

Pasó un año de aquel día desgarrador. Y en todo el territorio nacional, los bosteros, y el resto de los hinchas de nuestro fútbol, dejaron pasar por lo menos una semana para cargarnos. Porque la situación era densa, y se vivía con una profunda tristeza, e ira.

Pero el mal sueño terminó hace tres días, cuando volvimos a primera división. Durante todo el año seguimos construyendo nuestras vidas, por supuesto. Cumplió ocho años mi hijo. Cristina arrasó con un 54 por ciento, re asumió la presidencia a fin de año y formamos parte de una fiesta popular histórica. Varios compañeros y compañeras asumieron importantes cargos en la gestión pública. Pero los sábados jugaba River. Eso era la B: jugar los sábados. En la cancha o a través del Fútbol para Todos. Siempre juntos. Con la familia y los amigos. El equipo ganaba pero no convencía. Lideraba la punta. Llenaba todas las canchas y conmocionaba la vida social de cada localidad y provincia por la que pasaba. Ganaba por el desequilibro que imprimían el Chori Domíguez y Fernando Cavenaghi, junto a la solidez de jugadores como el uruguayo Carlos Sánchez o el experimentado Leonardo Ponzio, pero cuando el rival nos jugaba de igual a igual, aparecían los errores y las falencias que nos habían depositado en la B Nacional. Llegó la primavera y después el verano. Me mudé. En enero, y en Gesell, festejamos el año de Cármen, la hija de mi hermano y Julieta. Fuimos al mar. Hicimos asados. Fuimos a Carlitos y al Circo del Aire. Jugamos al fútbol en la arena. Volvimos con la piel tostada y la energía renovada.

Cuando empezó el 2012 cambié de laburo. Para bien, en el área de prensa de un ministerio nacional. Mi hijo empezó tercer grado, y Manuel, el hijo mayor de mi hermano, la secundaria. De a poco se diluyó el calor, se cayeron las hojas de los árboles del Parque Saavedra, y tuvimos que desempolvar abrigo y frazadas. Retomé mis clases de escritura, y volví a producir algunos textos. Redoblé mi esfuerzo para conseguir una editorial que se interesase por mi primera novela. Seguí buscando novia, sin suerte –algunos dicen que yo soy el primer y único extorsionador de mi destino-. Y los sábados, jugaba River. David Trezeguet empezó a meter goles. Y con su lucidez, dentro y fuera del campo de juego, el equipo ganó confianza. El francés festejaba los goles con una sonrisa, golpeándose el corazón, a pesar de los rumores de la platea. Pero la descomunal presión que ejercíamos los hinchas, más las dudas de Matías Almeyda para armar el equipo, más la nafta que durante toda la semana arrojaba la prensa amarillista, más la corrupción de la dirigencia encabezada por Pasarella que se traducía con la impunidad que hacían sus negocios la barra dentro y fuera de la cancha, los partidos de River se transformaron en una caldera siempre a punto de volar en mil pedazos.

Nos jugaban de igual a igual equipos como Merlo, Defensa y Justicia, Aldosivi o Guillermo Brown. Resentidos y miserables referentes del club, como el Beto Alonso, tiraban mierda ante la primera cámara que le pusieran enfrente. Algunos hablaban de no festejar el deseado ascenso.

Faltando tres fechas para el final, le ganamos a Boca Unidos con un gol a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo, y el hincha, en la tribuna, para descargar su frustración, rompía las plateas a las patadas o se pegaba trompadas en la cabeza. En la anteúltima fecha, perdimos contra Patronato en la cancha de Colón, llegando al límite de lo tolerable. Y faltaba algo que enturbiara más aún el clima: el asesinato de un pibe en la tribuna local. Esa misma tarde, Manuel lloró desconsolado contra una de las paredes del comedor de la casa de su padre. Pero tuvimos una chance más, porque “el fútbol siempre da revanchas”, y trescientos sesenta y tres días después de la debacle que nos lastimó el hincha que llevamos dentro, construido por medio de las raíces que nos dejó nuestro padre, hincha de River y militante político, volvimos a llorar. Cuando David clavó su segundo gol, y las cámaras de la tevé capturaron el llanto desconsolado de Cavenaghi primero, y la emoción convertido en lágrimas de Almeyda, después, quebramos nosotros, los hermanos, junto a nuestros hijos, descomprimiendo meses y meses de tensión, y materializando, siempre un poco más, nuestro vínculo.

Hace unos días, en un asado, otro de nuestros hermanos descubrió, con la lucidez de los observadores, que Manuel, a través de su fanatismo por River, se convirtió en un enorme comentarista de fútbol, un preciso estadista. “Señores”, advirtió nuestro hermano, “Manu va a ser periodista deportivo”. Él no lo negó, como suele hacer cuando le preguntás, por ejemplo, por las chicas.

La vida por los colores no, como dijo mi hermano. Por suerte tenemos un puñado de cimientos por los que nos desvivimos. La vida sigue, en familia, pero con nuestro querido club en la máxima categoría del Fútbol más dramático del mundo.

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Contra la violencia institucional en la provincia de Buenos Aires (Volvimos a Miradas al Sur)

El martes pasado me llamaron de Miradas al Sur. Por fin, pensé. Y qué bien me viene, celebré. Esa misma tarde tenía que ir a cubrir el lanzamiento de una campaña contra la violencia institucional en la provincia de Buenos Aires (acá está la nota). Ahí estuve. Dentro del Congreso. La iniciativa la habían tomado los compañeros del Movimiento Evita, que son muy jóvenes, y que le imprimen al ambiente legislativo una fuerza contagiosa. Tomé notas y grabé algunos testimonios con mi teléfono. A Axat, por ejemplo, defensor penal juvenil en la ciudad de la Plata y poeta, que en ambas disciplinas deja todo lo que tiene para dar. Un apasionado. Un compañero que defiende los derechos de los pobres y los ausentes en el territorio de Scioli. Y volví a abrazar a las Madres. Y volví a estremecerme con el padre de Natalia Melmann, y la violación y muerte de su hija, o Carreras, que estaba sentado ahí cerca. Que todos ellos estuviesen ahí, junto a nosotros, la militancia kirchnerista, me llenaba de orgullo. Pero se me hacía tarde, y tuve que irme antes de que terminase la jornada.

Paré un taxi. A la Recoleta, le pedí. No le pregunté si estaba trabajando bien, ni ninguna otra cosa que nos permitiese ponernos a hablar de actualidad. Estamos bien, pensé. Con problemas, claro, pero de pie. Jugando fuerte. Transformado. Cristina estaba anunciando el plan para construir 100.000 viviendas, pero yo no lo sabía. Bajé a dos cuadras de los cines. Hacía frío. Cuando entré al local de Cúspide del “Recoleta Mall”, tuve que sacarme la campera. Leopoldo Brizuela estaba presentando “Una misma noche”, la novela que le premió Alfaguara. Exultante, suelto, honesto, compartía con sus lectores parte de la cocina del texto. La dictadura, otra vez, abordada desde la ficción, y como siempre, para que funcione, desde la particularidad de un personaje, que en este caso es un escritor que vuelve a la Argentina y que ante un caso de inseguridad revive un operativo que el ejército argentino realizó frente a su casa, en 1976. Esperé mi turno, lo abracé, y le pedí que dedicara el ejemplar que acababa de comprar en el mostrador.

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La argentinidad al palo

 
1) En el invierno del año 2000 fui a ver a la Bersuit Vergarabat al estadio de Obras. Esa noche presentaban los temas de su último disco: Hijos del Culo. Fui con mi ex mujer a la platea. Teníamos una vista ideal del escenario, de las tribunas de los costados y, en especial, del piso, o campo, donde estaba la monada. Éramos unas seis mil personas. Creo que todavía no se usaban las bengalas, pero sí los trapos, que se colgaban por todos lados, tal cual hacemos en las canchas o desde hace un tiempo para acá, en los actos políticos ¡oficialistas! Hacía mucho calor y los abrigos los teníamos sobre las piernas. Un par de minutos antes de que empezase el show, me llamó la atención un hombre mayor, corpulento, que estaba tres asientos a mi izquierda. Tenía la cara de Gustavo Cordera. Me acerqué. Era el padre. Charlamos unos minutos. La carrera que estaba haciendo su hijo le inflaba el pecho de orgullo. “Pero yo sigo al frente de la óptica familiar, en Wilde”, avisó. Le conté que era el bajista de Brote, la banda en la que tocaba junto a Ramiro, uno de mis hermanos. Le pregunté si le podía acercar un disco. “Sí, pibe. Yo se lo doy a Gustavo”, prometió. Cuando volví a mi asiento, mi ex estaba de mal humor. Por celos, u otra cosa. Recién a la media hora del show me permitió agarrarle la mano. “Se viene el estallido”, anunciaba un Pelado inflamado de pasón, desde el escenario, en la recta final del recital. Obras era una caldera. Teníamos menos de treinta años y terminaba la década del 90. El hombre de canas que unos minutos antes me anotaba en un boleto la dirección de su negocio, ahora aplaudía, emocionado, la legitimidad de una banda que expresaba el cuerpo y la voz de una época marcada por la indignación y la desesperanza.

2) Hace una semana fui a ver a la Bersuit Vergarabat al Luna Park. Tocaban los temas de su primer disco sin el Pelado Cordera, que decidió armar su proyecto solista. La banda celebraba, también, sus veinticinco años de carrera. Los mismos músicos, la misma entrega, la misma familia, la misma amplitud artística. Fui con mi hijo, mi hermano Ricardo, mi sobrino, y una pareja amiga. Pasamos los molinetes y un acomodador nos llevó hasta las plateas que habíamos comprado en internet. Cuando la banda tiró el primer acorde mi hijo se sobresaltó. El sonido llegaba fuerte y sucio. Conocíamos casi todas las canciones de la discografía por haberla escuchado en el auto, pero no los temas nuevos. El asombro y la excitación de mi hijo se diluyeron a la hora de recital. Le dije que se durmiese. Quería irse. Estaba cansado. No negocié, y al rato se durmió sobre mis piernas. Me emocioné tres veces hasta las lágrimas. En silencio, y con un nudo en la garganta. No tuve claro por qué. Las canciones y los ritmos de la Bersuit me acompañaron durante los últimos quince años, y ahora estaba ahí, con mi hijo, que dormía, abatido por la energía de los ocho años, mientras yo le acariciaba la cabeza. Al rato me desabrigué, aplaudí, chiflé y salté junto a mi familia, en especial, cuando ya terminaba el recital, y los cantantes de la banda emularon al canillita de la formidable chacarera “La argentinidad al palo”, que enumera, uno a uno, los momentos más tristes y vergonzosos de nuestra historia, con una última actualización que refleja las conquistas de la nueva era (aplaudida por todo el estadio): la mención para Néstor, cuando ordena bajar el cuadro de Videla.

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Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios