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La historia de la música / El camino de la luna

Cuando le pedí un cuento para la revista Kranear no puso ni un solo reparo. Generoso y efusivo, me dijo que me daría uno que formaba parte de un libro de cuentos que Alfaguara le editaría a mediados del año siguiente. “Te lo doy de corazón, hermano”, escribió en el correo electrónico. La primavera ya le había cambiado la cara a la ciudad de Buenos Aires, y él estaba armando las valijas para pegar la vuelta desde Alemania, donde había vivido varios meses, becado por su editorial, para que dedicase diez o doce horas por día a la escritura.

De repente el cierre del número se nos vino encima. Y nos faltaba su relato.

Lo perseguí durante varias semanas. No atendía el teléfono. No contestaba los mensajes. Entonces decidí ir a tocarle el timbre a su casa, en la Paternal. Estaba dando una clase. Me llamó con un grito, para que pasase. Frente a su docena de alumnos, me agarró la cara con las dos manos, y me abrazó con ganas. Me invitó a que me quedase. En un momento le hizo una devolución muy dura a uno de sus alumnos. Yo hubiese llorado de la frustración, pero el chico de rulos recibió las observaciones con entusiasmo. Cuando terminó la clase fuimos a comer a la parrilla de la esquina. Vinieron tres de los alumnos y allá se sumaron dos personas más. Una hora y media después, me levantaba de la silla, le agradecía de mil maneras su aporte para la revista, y él, centro absoluto de atención durante toda la cena, me volvió a abrazar. “El agradecido soy yo, compañero”.

Pablo Ramos, dos días después, me envió el cuento por correo. Le pregunté si no haría falta que firmásemos algún papel por los derechos de autor. “Cualquier problema yo me hago cargo”, aseguró.

El cuento se llama “La historia de la música”. Lo leí en formato digital, ni bien abrí el correo. Es uno de esos relatos en los que Ramos despliega toda su ternura. Una ternura conmovedora. Trata de un chico de unos doce años que después de una serie de frustraciones que lo van convirtiendo en un ser desdichado, de casualidad, e inesperadamente, descubre que tiene una talentosa capacidad para imaginar. En el cuento, el narrador dice: “mi capacidad de imaginar lo más difícil de imaginar: la verdad que le falta a la realidad”. Y en ese talento, el protagonista descubre su vocación de escritor. Y ese convencimiento lo transforma en otra persona.

“La historia de la música” salió publicado en la sección “Literanacional” del número 3 de Kranear, y al tiempo, tal cual había dicho Ramos, dentro del nuevo libro de cuentos del autor de Sarandí, llamado “El camino de la luna”.

El libro tiene la misma potencia que toda su obra. Varios de los relatos están narrados por el mismo alter ego literario de Ramos: Gabriel. Y no se guarda nada. Es implacable. Sin otra moral que sus propias convicciones, Ramos conjuga los relatos de vida de sus personajes marginales con una serie de reflexiones que te obligan a replantearte hasta tu nombre de pila. En una playa del noroeste brasileño, en un tren en las afueras de Berlín, en un pozo de un puente de Valentín Alsina. Lo misma da. Ramos te vapulea porque escribe desde las tripas.

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Que los cumplás muy felices

La primera vez fue en septiembre del 2001. Me agarraron desprevenido mientras esperaba, sin saber dónde meter las manos, que trajesen la torta con las velitas. Cuando los Hijos con los que estaba entonaron el feliz cumpleaños con la melodía de la marcha peronista sentí el galope de mi corazón dentro del pecho. Con el paso del tiempo, atesoré aquel momento como uno de los más intensos de mi paso por la agrupación. Mi padre Ricardo militaba en Montoneros, al igual que los padres y las madres de esos hijos peronistas. Y aquella comunión de brazos levantados y ojos humedecidos significaba, para todos y todas los que estábamos en aquel local, un homenaje a nuestros padres y a la lucha que habían emprendido a favor de un país más equitativo. También implicaba fortalecer la trinchera desde la que resistíamos el avance del hambre, la entrega y la represión de aquellos años.

Hace unos días cumplí años.

Por la tarde, y luego de una importante actividad fuera del ministerio, mis compañeros y compañeras de trabajo llegaron todos juntos a la oficina. Me agarraron desprevenido, mientras atendía un teléfono. El que encabezaba el grupo traía entre sus manos una torta de manzana con una vela prendida en el centro. Todos entonaban el feliz cumpleaños con la melodía de la marcha peronista.

A la noche, en casa, y junto a mi familia, se volvió a entonar el cumpleaños con la maravillosa música (era predecible que así sucediese; no hubo sorpresa).

Entre uno y otro cumpleaños, nuestro país parió al kirchnerismo. Y a muchos de nosotros ese inesperado nacimiento nos cambió la vida. También los sueños, que dejaron de ser inalcanzables, y empezaron a materializarse en la felicidad del pueblo. Las conquistas se van acumulando, como los años, y nosotros, todos los días y ante cada celebración, volvemos a entonar la marcha, resignificándola, actualizándola, y anexándole, al final, una última estrofa, propia de nuestra generación .

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Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios