Buscar dentro de HermanosDios

Escribir el prólogo de una novela de tu viejo


 

Un dato que no puede pasarse por alto: por lo menos tres conocidos de Gustavo que asistieron a la prensentación de "Los infernautas" nunca antes se habían animado a entrar a la Ex ESMA. Intuyo que caminaron los cien metros que separan el portón de la entrada del Espacio para la Memoria, del Centro Cultural de la Memoria "Haroldo Conti", con las piernas pesadas como macetas, y un filoso nudo en la garganta.

No fue casual la elección del lugar. Para nada. Presentar allí un libro es un orgullo. Un nuevo aporte a la resignificación del Espacio.


En la puerta de la sala se expusó el trabajo de Hugo Goldgel, que dibujó más de media docena de ilustraciones, en blanco y negro, bien sombrías, y realistas, muy fieles a los personajes y escenarios del texto.

Tuve el placer de escribir el prólogo del libro. Un desafío, en principio. Una sorpresa, al final, ya que me encontré escribiendo sobre una parte sustancial de la historia de los Abrevaya y, en particular, sobre el vínculo con mi padre.


Acá está el prólogo: http://revistapaco.com.ar/2013/12/17/un-dia-llovieron-monstruos/

Leer más...

El hombre irritado

el hombre se revuelve sobre el asiento
le pega manotazos al diario que tiene sobre las rodillas
intenta articular algunos argumentos
pero son confusos y contradictorios;
el joven lo observa, respetuoso
su expresión más pronunciada
es el arqueo de sus cejas, debajo de la gorra con visera
pero cada tanto, entre los raptos de rabia del otro
suelta una reflexión, sencilla, sensata
y el hombre, entonces, que tiene unos sesenta pirulos,
vuelve a inquietarse, eleva la voz, sulfura
como si su sangre fuese inflamable
y las palabras del joven, dardos de lumbre.

no los separan más de treinta centímetros
comparten un asiento doble
del tercer vagón de una formación
del ferrocarril mitre, que va hacia Retiro;
el hombre insiste con su latiguillo:
ya vas a ver cuando crezcas
son todos iguales
te digo más, subraya, y eleva el dedo índice,
éstos son los peores;
el chico, de no más de veinticinco
mantiene la calma
los proyectiles no lo lastiman
pareciera que lo fortalecen
o rebotasen, y volviesen a salir eyectados
con el doble o triple de hastío
contra las fibras de la piel de su padre, o tío,
que se las sabe todas
pero no tolera, que el terco de su hijo, o sobrino,
pobre de él
compre el buzón de la década ganada
y no las verdades que revela, desde la trinchera
el Gran Diario Argentino
que en la tapa celebra la anhelada salida del ex secretario de comercio.

Leer más...

Militamos por el amor

Militamos para torcer el rumbo de la historia
que en nuestras tierras, salvo algunas excepciones,
siempre ha sido injusta
desfavorable para las mayorías.

Militamos a favor de un ideario
que otros hombres y otras mujeres
también han defendido, a capa y espada
aún siendo perseguidos por el poder de turno.

Militamos nuestro mejor presente
en el que más conquistas se han ganado
nos sabemos privilegiados
de una etapa deslumbrante.

Militamos, muchos de nosotros,
como lo han hecho nuestros padres
a ellos se los llevaron
pero nos quedó su ejemplo.

Militamos por el otro
no nos resultan ajenas sus faltas
ni sus desgracias
ni sus anhelos consagrados en la constitución.

Cuarenta y un años después de la vuelta de Perón
nosotros, la generación del Bicentenario
homenajearemos al militante que agotó sus fuerzas
que nos puso en movimiento
que nos llenó de esperanza el corazón.

Militamos por Néstor y Cristina
por nuestros hijos
por nuestra Patria
por el amor.

Leer más...

Ruegos

Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Primeras horas del mes de noviembre de 2013. Estación Callao de la línea B de Subterráneos. Jueves, a las doce del mediodía. En la calle, está caluroso, y húmedo. Bajo tierra, el sopor se agudiza.

En la base de una escalera mecánica que desciende hasta el andén, una joven mujer, con evidente sobrepeso, está despatarrada sobre un cartón, con la espalda apoyada contra una reja. Con ambos brazos sostiene el pesado sueño de una nena de dos años. “¿No le sobra una moneda, señor? De todo corazón se lo pido, señora”. Frente a sus ojos se abre la boca del túnel por el que bajan, de manera incesante –a veces con parsimonia, atentos a los teléfonos; otras, a las corridas, comiéndose los escalones de a dos-, los sobretodos, polleras, jeans, zapatos con tacos, zapatiilas de lona, ojotas, que pueden depositar una moneda sobre su mano. “No les pido mucho, señora, aunque sea para la sopa”. Su ruego no tiene pausa. A lo sumo, un par de segundos. Lo que tarda en tomar un trago de agua. La voz, rasposa, ya siente el esfuerzo. “Por favor, señora, señor”.

En la boca de la escalera del andén de enfrente –hacia Villa Urquiza- también hay una persona sentada en el suelo. Es varón. Más o menos de treinta años. También pide ayuda. Pero no con el vigor de su compañera. Su semblante está apagado. No lamenta, sino que susurra. Quizá sea una estrategia, podría pensar algún curioso que se sentase cinco minutos en uno de los rígidos asientos del andén para observar cómo se ganan la vida algunos desgraciados. Al lado del hombre, un chico de unos cuatro años juega con unas cartas. Tiene pantalones cortos, y anda descalzo. Sobre los mosaicos del piso hay una bolsa de galletitas y una Coca Cola de 600 cm. Será el almuerzo. También una manta. Y un ejemplar del diario "El Argentino".

El hiriente ruego de la mujer llega al otro lado sólo cuando a ninguno de los dos andenes está arribando una formación. O, a la inversa, cuando los trenes no están partiendo hacia su próxima estación. Son sólo veinte o treinta segundos. En medio de la oración desesperada, si el curioso afila los sentidos, podrá observar que, la joven madre, tuerce el cuello hacia su izquierda, levanta la vista hacia el otro lado, y con un gesto que de ningún modo se ocupa de ocultar, saluda a su pareja, y a su hijo, si es que ellos la están mirando. Un tamborileo de dedos de su mano derecha. Nada más. Luego vuelve a lo suyo.

Leer más...

Por veinte pesos descubrí a Borges

Entré al localcito para rastrear entre los estantes de la sección latinoamericana si había algún libro que valiese la pena. Precio y calidad. Agarré de una pila de libros y revistas una edición maltrecha de Emece de “El informe de Brodie”. Tapa blanda, color vino tinto, el lomo fajado por una cinta transparente para sostener con firmeza la encuadernación. De la eminencia solo había leído “El Aleph”, siendo un adolescente. Luego, aún habiendo elegido la escritura como oficio terrestre, lo desestimé por inalcanzable, y también por razones políticas. La llave estuvo en la contratapa de librito: “las once narraciones de este volumen del gran escritor argentino son directas, desnudas y sencillas”. Bien, pensé. En el vértice inferior izquierdo de la contratapa, brillaba la pequeña etiqueta blanca con el precio escrito con birome colorada. Bien, pensé. La dueña del local, y su hija, tomaban mate. La señora del lado de adentro del mostrador; la hija, del otro. Habían cambiado el tono de sus voces. Ahora susurraban, o sostenían largos silencios. La hija, una mañana del verano anterior, en un rapto de confianza, me había contado que su madre estaba gravemente enferma. Había vuelto. Bien, pensé. Ahora estaba sentada sobre la banqueta, con un saquito de lana tan anticuado como las revistas usadas que poblaban las estanterías y el piso de gran parte del negocio. Las saludé –pero no mencioné, ni celebré, la mejoría de la salud de la señora-, pagué el libro, y antes de salir tomé un caramelo de menta de una canastita de mimbre que había en el mostrador. Tuve que apretar el paso ya que había empezado a sonar la chicharra y las barreras estaban bajas. A lo lejos, se veía el punto luminoso de la trompa de la formación. Los pasajeros que esperaban en el andén de la estación Luis María Saavedra se pusieron en movimiento. Troté hasta la boletería, pedí un viaje hasta Retiro, y de dos zancadas, logré meterme en el segundo vagón. Hubiese podido sentarme, pero preferí viajar en la puerta. Todavía no sabía que los dos cuentos que leería hasta llegar al centro le darían la razón a mi padre, y a toda la humanidad. Por sólo veinte pesos, descubriría, por fin, a Borges.

Leer más...

El Gran Daño Argentino

Porteño y canillita de toda la vida, futbolero, apasionado de nuestra historia política contemporánea, Horacio es un hombre menudo, de pelo blanco, “hijo de españoles e italianos”, que recibe el cariño de sus clientes con un apretón de manos, o un gritos y la mano levantada, a la distancia. Siempre está informado y sólo tenés que preguntarle la hora para iniciar una conversación que puede durar cuarenta minutos, de parados, frente a las portadas en papel ilustración brilloso de la revista Hombres, Playboy, THC o Un caño. Por el frente de su negocio circulan cientos de miles de pasajeros por día, pero no se distrae de sus tareas. Mucho menos de la distendida hojeada del Crónica, o Popular. El kiosco tiene una ubicación privilegiada: el hall central de la terminal de Retiro, de la línea Mitre de los ahora nacionalizados Ferrocarriles. Se viste bien. A la antigua. Con modestia y prolijidad. Los mocasines siempre lustrados, pantalón de vestir. Cuando hace calor, camisa de mangas cortas. Si hace frío, un saco de lana con rombos, y campera de cuerina. A veces se pone una boina marrón claro que le realza el color verde de sus ojos inquietos. ”Tu interés por la política, ¿viene de parte tus padres?”. “No. Es vocación propia, que nace allá en el 30, cuando empiezan los golpes de Estado”, rememora. Es un hombre justo. Sin grandes ambiciones personales, amante de su trabajo, se sulfura cuando discute acerca de los intereses nacionales; los propios, los de sus dos empleados, los de los chicos que sirven panchos con lluvia de papas, los boleteros, los policías federales con chaleco naranja, los pasajeros que se persignan frente al altar de la virgen que está a menos de un metro de su kiosco. Las fosas nasales de Horacio se abren y cierran como el fuelle de un bandoneón inspirado si uno le saca el tema “Clarín”. “Mirá”, dice, y se encorva para recoger una planilla. “¿Cuántos ejemplares me dejaron hoy?”, desafía. En la línea de la planilla en la que figura la entrega que hizo a la madrugada el Gran Diario Argentino, hay un 20. “¿Y cuantos tengo?”, vuelve a preguntar. No hace falta responder porque él mismo toma los lomos de los ejemplares, y los hace pasar como si fuesen las cartas de mazo de cartas. 14 ejemplares. “¿Qué hora es?”, dice, y se mira la muñeca. La doce y veinte del mediodía. Sonríe, cómplice, como si fuese un nene que acaba de cometer una maldad.

Leer más...

A viva voz

La mujer promueve a viva voz las ventajas de almorzar en The City, un Café Gourmet del centro porteño. De pie, en el cruce de las calles 25 de Mayo y Perón, enfundada en un camperón negro como los que usan los directores técnicos, y con una bufanda negra adherida al cuello, repite el temario cada treinta o cuarenta segundos. Aproveche, señora, señor; 45 pesos el almuerzo, con bebida y café. La gran mayoría de los funcionarios, gerentes, oficinistas, obreros de la construcción, estudiantes, policías, o encargados de edificios, entre otros, siguen de largo; pero si uno presta atención, algunos de ellos, ante el primer gesto, o mueca, que denote cierto interés, son abordados por la despierta promotora, que en pocos segundos los termina de seducir, o espantar. Hay carnes, pastas, pescados. Cuando aparecen los clientes habituales del local, ella no sólo les abre la puerta, sino que los acompaña hasta las mesas. Luego, vuelve a salir a la calle, en la que ahora hacen tres grados, y encima sopla un viento que se arremolina en la esquina que acaba de ser reciclada por el Gobierno de la Ciudad. Pero ella no sabe de inclmencias. Retoma su canto, con la misma decisión de siempre: aproveche señora, señor; almuerce por 45 pesos. Debido a las toneladas de cemento y concreto que crecen como plantas carnívoras en la zona, sólo disfruta del sol durante cuarenta minutos: entre las 13.25 y  las 14.05. “Da resultados, sí. Desde que cumplo ésta tarea hemos aumentado el número de cubiertos. Fijate que ahora el local está lleno”, cuenta, entre sonrisas, y los ojos negros se le agrandan ante nuestro inesperado interés por su oficio. “Antes trabajaba de mesera pero el encargado me hizo la propuesta, y acepté”. Dos jóvenes que visten traje y fuman tabaco rubio frenan su paso, y posan, la mirada, durante un instante, en la pizarra donde está detallado el menú del día. “Pasen, chicos. Hay lugar”. Los muchachos dudan, pero luego ingresan al local que, efectivamente, está casi completo. Cuando la promotora vuelve a salir del salón, y retoma su puesto, agradece el deseo de buena suerte que le regalamos y, antes de levantar la mano para despedirnos, y volver a sonreír, nos da un volante de The City, que tiene todas las promociones.

Leer más...

Para que nadie se queje

Hace unos diez años no le hubieses prestado ninguna atención. Era un local más. Del montón. Sobre la avenida Corrientes (entre Reconquista y San Martín), es cierto, pero nada pomposo. Se trataba de un mostrador en el que podías armarte un sándwich a gusto, que aparte tenía una heladera de la que podías servirte una gaseosa, más un kiosco, y un encargado calvo y de sonrisa fácil que te cobraba, sentado, en una banqueta de madera de pino. Pasó la crisis y también los años de recuperación y crecimiento. Hoy sí le prestás atención al local si caminás por la vereda. Es casi imposible no observar el brillo de los mosaicos del piso, los monitores, el universo de colores que puebla las heladeras, la larga fila de los clientes a la hora del almuerzo. El salón es tres más grande que en el 2002. Ya no hay una sino cinco heladeras llenas de gaseosas y jugos, ensaladas de frutas, gelatinas, postres SER, y otros productos; el kiosco ocupa un cuarto del local, y te venden hasta pipas y habanos; el mostrador de los fiambres se convirtió en una enorme sandwichería en el que te atienden cinco empleados que están disfrazados con delantal y gorro como si fuesen chefs de la alta cocina, y en la que podés comprar tartas, empanadas y ensaladas. El encargado sigue siendo el mismo. Sin pelo pero encima de la misma banqueta. Les cobra a los hombres y mujeres que trabajan en los bancos, compañías financieras, empresas de todos los rubros, comercios y edificios públicos, que pagan hasta cincuenta pesos por un árabe de crudo, queso, tomate y albahaca. El hombre sonríe con ganas, de manera generosa. No se guarda nada en cada uno de ésas muecas interesadas. Sabe que el cliente siempre tiene la razón. Por eso, quizá, tomó una decisión que está en sintonía con los turbulentos tiempos políticos que corren. De frente a la entrada del local, sobre las heladeras de los lácteos, instaló dos plasmas de alta definición de por lo menos cuarenta pulgadas cada uno. En el de la izquierda está sintonizada la señal Todo Noticias. En la otra, C5N. Para que nadie se queje.

Leer más...

Estado de Bienestar




A las cuatro y media de la tarde unas cinco mil personas colmábamos parte del imponente Pabellón Bicentenario, en Tecnópolis (el mismo espacio en el que el jujeño de diez años recitó, para todo el país, el conmovedor poema “No te rías de un colla”). A pesar de la penumbra, vimos que unos treinta granaderos ganaban el centro del escenario. El metal de sus trompetas brillaba como el oro. Luego entraron los músicos y bailarines de “El Choque Urbano”. Algunos se subieron a unas torres tubulares. Otros tomaron posición detrás de un set de percusión conformado por tachos y baldes. Un minuto después, todos juntos empezaron a interpretar una moderna versión del himno nacional. Una pareja, al frente, bailaba chacarera. Cuando terminaron, el pabellón se llenó de aplausos y chiflidos celebratorios. Luego, durante casi una hora, los artistas de la compañía que crea ritmos con cualquier tipo de objeto reciclable, ofrecieron un show espléndido. De primer nivel. Con distintos niveles de intensidad, matices, y carga emotiva. Interactuaron con el público. El sonido era impecable. Los mismo con la calidad de la imagen que devolvían las cinco pantallas gigantes que había montadas detrás del escenario. Las luces, igual. En un pasaje del espectáculo, los granaderos volvieron a aparecer en escenario, junto al resto de los artistas, para articular una orquesta percusiva, con unos tubos de goma espuma. Incluso se animaron a meter algunos pases de baile, perdiéndose, junto al resto, en la fiesta de sonidos y color. Era por lo menos curioso verlos romper con tanta naturalidad el riguroso protocolo. Cientos de personas sacaban fotos se paraban en los asientos de plástico para sacar fotos con sus celulares. El show había sido impecable. En el Luna Park, debe costar unos trescientos pesos mirarlo desde una tribuna.

Cuando salimos del pabellón el clima seguía igual de primaveral que hacía un rato. Miré en dirección a la General Paz. En el arco de acero de la puerta, se anunciaba, en gigantescas letras coloradas, que se había llegado a los dos millones de visitantes. Fue ahí que, con desazón, me pregunté cuáles de las personas que ahora poblaban las calles y los stands del predio no comprendieron que Tecnópolis es una política de Estado del actual gobierno, y no de otro. ¿Los de la villa 21 que estaban sentados delante nuestro dentro del Pabellón? ¿La parejita que paseaba en la “Tierra de los Dinos” con un cochecito de bebé tan precario que parecía a punto de destartalarse? ¿La familia que estacionó frente a nosotros su Renault cero kilómetro? Algunos de ellos no entendieron que si no acompañan el proceso político actual en las urnas toda esa fantástica obra que cada año está mejor organizada, con más y mejores propuestas, forman parte de una política de Estado. Del Estado Kirchnerista.

Santino y Manuel (hijo y sobrino), ya estaban peloteando sobre la calle principal del predio. Me llamaron a los gritos. Tenían la ropa de River sucia, luego de haber potreado todo la tarde. Se reían. Tenían la piel de la cara rosada, por el sol. Ni bien me acerqué, me dijeron que les había prometido que ahora teníamos que ir a “Rockopolís”, y después al pabellón de “Pasiones Argentinas”.

Leer más...

100% villera (apuntes laterales de la película Diagnóstico Esperanza)


 
1) Una destemplada tarde de otoño del 2010, en un playón de un supermercado Día de la localidad de Caseros, provincia de Buenos Aires, se realizan una serie de actividades por la inauguración de un nuevo Espacio Cultural. Es un hecho social y político y hay que celebrarlo. Camilo Blajaquis lee un puñado de poemas de su libro “La venganza del cordero atado”. Luego, un dúo de Hip Hop canta algunas canciones contra el Sistema. Más tarde, un artista callejero hace malabares con raquetas de tenis y pelotas de fútbol. Unas treinta personas, entre grandes y chicos, disfrutamos del espectáculo. De Capital, supongo, vinimos dos o tres. Blajaquis hojeaba el libro y elegía el texto en función de algún tipo de emoción, o nervio, que operaba sobre su sensibilidad en ese mismo momento. Vestía un buzo Adidas y usaba gorra con visera. Leía con decisión. Sin prisa. Enfatizaba las oraciones más rabiosas y susurraba aquellos pasajes que destellaban por su belleza poética. Su madre estaba sentada sobre el cordón de la vereda, a algunos metros de distancia. Fumaba un cigarrillo rubio. Leía los mensajes de texto de su celular. Luego de que Camilo cerrase la jornada cultural con una arenga contra la Gendarmería, varios amigos y vecinos lo rodearon para felicitarlo, o pedirle algo. Un movilero de un medio comunitario de la zona oeste le acercó un grabador digital a la boca para que le regalase una reflexión. Yo opté por el cordón de la vereda. La madre seguía atenta a la pantalla del teléfono. La miré, tímido, pero inquisitivo. Se puso de pie. No tenía más de treinta y cinco años. Parecía de buen ánimo. “Vos algo debés tener que ver con que César sea Camilo”, le solté. “No te creas”, se atajó. “No salió de un repollo”, insistí. Se prendió otro cigarrillo. No podía contener la satisfacción que esa tarde le inflaba el pecho. Supuse que era por los pasos de César, su hijo. Era por eso, sí. Pero también porque hacía poco tiempo el Estado nacional la había beneficiado con unas de las tres mil quinientas viviendas populares que se habían construido en su barrio. Ya si tanto rubor, le conté que la había encarado porque quería hacerle una entrevista para una revista político-cultural. “¿A mí?”, se sorprendió, señalándose con los dos dedos índices. Afirmé con un movimiento de cabeza. “¿Y yo qué te puedo contar?”, dijo. “Sobre vos“, dije. Pitó. Miró hacia el playón. “Bueno, dale”, aceptó. “Te invito unos mates en nuestra casa nueva, acá cerca, detrás del Hospital Posadas”. “En el barrio Carlos Gardel, ¿no?”, dije yo. “Sí. En la villa”. 

 2) La volví a ver tres años más tarde, en el renovado Cine Gaumont. Ya no como espectadora, sino en el rol de actriz, en la película ‘Diagnóstico Esperanza’. Apareció en la pantalla, sentada frente a una mesa, en la cocina de una sencilla pero digna casa que reconocí de inmediato: la que había recibido del Estado. Sobre un plato, cortaba varios gramos de cocaína con alguna sustancia barata. A su alrededor, con los codos sobre la mesa, sumisos, sus hijos –en la película-, todos menores, soportaban la catarata de insultos que ella les vomitaba por “vagos”. Ése sería su rol a lo largo de toda la historia. Un personaje despreciable. Cruel. Desalmado. Una puntera que le vende ‘falopa’ a los pibes del barrio desde la ventana de la cocina; que tiene un arreglo con los dos ‘gorras’ de la brigada de la comisaría a cambio de dos mil pesos por mes; que le ofrece mano de obra villera a esos dos mismos ‘cobanis’ cuando ‘pinta’ la posibilidad de ‘reventar un rancho’ de algún ‘gil’ en un barrio de clase media. La historia que narra César González podría ser catalogada como un policial argentino y villero. Basura, barro, chatarra, perros vagabundos con las costillas marcadas. Marginalidad. Desesperanza. Policías federales corruptos que andan en un auto sin patente, pibes chorros y ex presos dispuestos a todo, una puntera desquiciada que hace de enlace entre ambas bandas para reventar un departamento que tiene miles de dólares debajo de un colchón. César se da el gusto de interpretar a un ‘rocho’ que en una escena secuestra, al voleo, y junto a un compinche, a un tipo que podría ser cualquiera de nosotros. La escena dura varios minutos y te pone los pelos de punta. Adrenalina, tensión, ‘verdugueo’, violencia y resentimiento cargados de veracidad. El poeta y ahora cineasta villero nos grita en la cara que sí, que de ahí viene; y que a pesar de las viviendas y otras conquistas sociales de la década ganada, muchos de los pibes de las villas que venden soquetes en el tren, de un momento a otro se reviran, y deciden jugarse la libertad, o la vida, por un par de zapatillas de novecientos pesos. 

3) Me encantaría saber el nombre de la madre de César (llamémosle Karina). Se debe haber divertido durante el rodaje de la película. Estoy seguro de eso porque conocí, aunque de manera fugaz, su semblante desinteresado y transparente. Su hijo no para de producir. De crear. De militar a favor del arte en los barrios pensado como herramienta de transformación social; o de los pibes como él que no tuvieron una madre como Karina, ni su talento o hidalguía para forjarse un camino propio con la potencia de un tanque de guerra. A Karina le calzó muy bien el personaje de madre despiadada que le grita en la cara a su hijo de diez años “¡Para qué mierda querés un micrófono, pedazo de pelotudo si no servís para nada!”. Presa de la fiebre del consumo, como casi todo el resto de los personajes de la historia salvo un ‘rasta’ que vive en la villa, no soporta que su hijo priorice cantar canciones que un celular. Cuando terminó la película, y las decenas de porteños bajamos las escaleras, en la planta baja nos encontramos a los pibes de la película. Los villeros. Sonreían con naturalidad. Sin poses. Si uno quiere les puede comprar el último número de la revista “¿Todo Piola?”, que dirige César. Karina no estaba. Me hubiese gustado fumar con ella un cigarrillo en la vereda. Decirle que es una gran actriz y, ahora sí, jurarle que iría a verla a su casa a tomar esos mates.

Leer más...

Que te publiquen un cuento en Eterna Cadencia







El concepto "La Patria es el otro" se comió cualquier otra síntesis.

Cristina la lanzó horas antes de la bravísima inundación que sacudiese por siempre a los habitantes de la ciudad de La Plata, y otros lugares. Miles de militantes y voluntarios pusieron el cuerpo por el otro. Por el damnificado. También los soldados del Ejército Argentino participaron de las jornadas. Los medios malditos intentaron operar en contra de la iniciativa solidaria que impulsaron las organizaciones políticas oficialistas, pero ése es otro tema.

Durante aquellas jornadas de militancia y reconstrucción se deben haber tejido -imagino yo, que intento escribir ficción-, cientos de historias. ¿Por qué no? Estoy seguro. Historias de todo tipo. Por ejemplo, El brazo armado, un cuento que publicaron en el blog de la librería/editorial "Eterna Cadencia".

Leer más...

Atado a la palabra por vocación (Día del Periodista)

No suelo celebrar los días de nada, salvo el de la Madre, y el Padre (universo del que formo parte hace 9 años). También celebré la Década Ganada y otras fechas vinvuladas a la emocionante recuperación que se viene produciendo en nuestro país. Pero repito, soy muy esceptico con respecto a las fechas comerciales.

Pero hoy es el Día del Periodista. Y quiero contar que sí, que lo celebro, por que hace un puñado de años tuve la oportunidad de empezar a jugar en ese terreno. Ya había incursionado, hacía no tanto tiempo antes, en el mágico mundo de la literatura. Pero el periodismo es otra cosa. Requiere otro tipo de responsabilidades. En primer lugar, con la verdad. Con la veracidad de los hechos. Lo mismo, con la fuente que bnos aporta la información. Y también, con uno mismo. Con nuestra subjetividad. Nuestra ideología. Tuve a mis maestros, por supuesto, como todo el mundo. Los tengo todavía, porque admiro cómo escriben, la marca poética que le ponen a su narración. Dónde ponen la lupa.

Celebro el Día del Periodista porque a través de la experiencia que tuve y sigo teniendo de estar ligado a la palabra, con y sin un salario de por medio, me di cuenta que ésa sería la profesión que estudiaría si tuviese otra vez veinte años. Es fascinante contar historias. Relatar desde nuestra subjetividad política, en mi caso. Cuánta más bella sea la prosa, mejor. Pero con transmitir los hechos con la mayor rigurosidad posible, y cada tanto pellizcarle al lector alguna fibra de su cuerpo, creo que alcanza.

Leer más...

Rata inmunda (escrache a Videla, el 24 de marzo del 2006)

Son las cinco de la tarde del sábado 24 de marzo. Treinta años del golpe del 76. Un número redondo. Denso. El sol refleja los bordes amarillos de las hojas secas que el otoño diseminó sobre las veredas. El tránsito está cargado. Pero no es por eso que en el barrio de Belgrano es imposible dormir la siesta. El encargado del edificio de Cabildo al 526, petacón y enfundado en un overol marrón, se pone en puntas de pie y mira hacia Federico Lacroze. "Otro escrache a Videla", le dice Pedro, el colega del edificio de al lado que tiene puesto un jean y una chomba anaranjada que le aprieta la panza. "La puta que los parió", maldice el otro. "Me llamó el Gallego para decirme que los vio venir por Luís Maria Campos y que son como diez lucas. Ya está todo vallado, mirá", y le señala hacia la otra cuadra, donde vive Jorge Rafael Videla. Atrás de un perímetro de vallas de hierro macizo de más de dos metros de altura, se forma una muralla de treinta miembros de la Infantería de la Policía Federal. Todos tienen la mirada perdida en el frente. No se mueve una mosca. "Todo bien con los pibes éstos de Hijos pero la última vez que vinieron pintaron toda la zona, metieron un quilombo bárbaro, quedó todo sucio", dice el primero. "¿Sabes lo que pasa?", dice el otro, "a estos pibes le secuestraron a los padres, se los torturaron, se los tiraron al río, ¿qué querés? ¿Que se queden en su casa jugando a la generala?". Por Teodoro García, a dos cuadras de donde están los encargados, asoma la cabeza de una columna de manifestantes que tiene cinco cuadras de largo. De ancho, la calle completa, incluyendo las dos veredas. La bandera de H.I.J.O.S. encabeza la movilización. Las siglas de la agrupación, negras con bordes rojos, bailotean por el movimiento de las cañas de dos metros de largo que sostienen con las dos manos cuatro chicos. Uno grupo de hijos e hijas que vienen debajo de la bandera, saltan, cantan, gritan, agitan los brazos como en la cancha. Un poco más adelante, a unos diez kilómetros por hora, avanza un camión con un acoplado que en su piso carga dos columnas de sonido, una adelante y otra atrás, y dos chicas que con un micrófono, le relatan los vecinos de Belgrano y Colegiales, a los gritos, cual es el prontuario de Jorge Rafael. Cada vez que la locutora de turno termina de leer un párrafo del prontuario, desde las cajas de sonido suena un separador con música de la banda Todos tus Muertos. Detrás de la bandera de Hijos marcha un puñado de Madres. Llevan en las cabezas sus pañuelos blancos, caminan con cierta dificultad, agarradas del brazo de hombres, mujeres y chicos que les hablan al oído. También se amontonan con sus banderas un grupo de nutrido grupo de militantes de la organización kirchnerista "Movimiento Evita", más un puñado de organizaciones sociales, gremiales y culturales; hay mucha gente suelta, con el Página 12 debajo del brazo, con nenes agarrados de sus manos, cochecitos, bicicletas. Un puñado de jóvenes, a medida que avanzan, se cuelgan de los postes de luz para colgar unos carteles amarillos que anuncian que en el barrio hay un genocida suelto. En el fondo de la extensa columna marchan algunas organizaciones políticas de izquierda, con camionetas tipo flete que llevan un parlante gris arriba de la cabina lanzando consignas. También hay algunos periodistas trajeados, con el camarógrafo y el que lleva los cables. Mucha gente filma con sus cámaras personales. La pirotecnia mete ruido y deja olor a pólvora en toda la cuadra. La marcha cruza Lacroze. La cola de la columna, al fondo, todavía viene por Teodoro García. El tránsito está cortado. No hay policías pero si una veintena de motoqueros que se ocupan de frenarle el paso a los autos. La gente se para en las esquinas a mirar. Algunos se asoman por los balcones. Una hilera de mujeres que hace ejercicios sobre unas bicicletas fijas de un gimnasio de un primer piso se entretiene con la insólita y colorida imagen de la avenida Cabildo. Llegan algunos chicos corriendo, se abrazan con un amigo, amiga, se suman a la marcha que ocupa toda la mano de Cabildo, en dirección al centro. Muchos vecinos, en puntitas de pie sobre el cordón de la vereda, aplauden, serios, emocionados. Otros van y vienen, como todos los días. Varios chicos y chicas reparten en mano un panfleto que tiene impresas las consignas del escrache: ante la falta o lentitud de justicia, condena social: que el carnicero no le venda, tampoco el panadero, que el taxi no le pare, que los vecinos tomen partido, se comprometan. La marcha recorre una cuadra más y pasa por la puerta del edificio de Cabildo 526. Uno de los encargados, con las manos detrás de la cintura, mira cómo avanza la gente, cómo grita, cómo ensucia. El otro, el de chomba naranja, charla en la vereda con dos vecinos. Un nene de unos cinco años le abraza la pierna derecha. El conductor del camión atraviesa el acoplado sobre Cabildo. “¿Acá está bien?”, consulta, con medio cuerpo afuera de la cabina. Uno de los chicos de los que llevan la batuta le levanta el pulgar. El conductor apaga el motor. De un lado, la avenida Cabildo vacía: sólo un par de autos que se alejan en dirección al túnel de Carranza. Del otro, el colchón de gente que se aprieta contra el acoplado que ahora hace de escenario. Sobre la izquierda está el departamento de Jorge Rafael. Muchos se acercan a las vallas de hierro macizo que desplegó la Policía Federal. Gritan, insultan a la infantería que, inconmovible, sigue mirando hacia adelante. Un chico tiene una especie de caña de pescar con una tanza de la que cuelga una caja de pizza con la frase “por una pizza matas a tu mamá”. El chico da la vuelta, la pone por encima de las vallas, se la pasa por la cara a los cabeza de tortuga. Los bombos y redoblantes suenan acompasados. El que no salta es militar. La temperatura ambiente está en su punto más alto. Suben al escenario algunas madres. Forman un semicírculo alrededor de los dos pies de micrófonos. Una de ellas, sencilla y menudita, se acomoda y luego de que se produce un profundo silencio, le dice a los hijos e hijas que cuando ellas ya no estén sean ellos, y ellas, quienes continúen con la lucha, que son ellos quienes tienen darle continuidad a una pelea que ya lleva tantos años, que no bajen los brazos, que no claudiquen, que sigan siendo rebeldes como hasta ahora. Desde abajo del acoplado llegan los flashes y el aplauso cerrado. Luego bajan por la escalerita, y sobre el pavimento de la avenida, reciben el afecto de la gente. La agrupación H.I.J.O.S. toma el micrófono. Una chica pasa al frente pero la rodean cinco más. Ante las diez mil personas que escuchan en absoluto silencio, leen un documento que hace una lectura muy lucida y llena de racionalidad de la militancia de los ’70, los últimos treinta años de historia política y económica de nuestro país, el recorrido de la agrupación y los fundamentos básicos del escrache como practica política. Verito, la chica que está al frente leyendo, tiene a los dos padres desaparecidos y un hermano apropiado. Deja el alma en cada palabra. Le tiembla el cuerpo. Acentúa los conceptos elevando la voz. No mira ni una sola hacia el frente, donde está el colchón de gente, con las banderas bajas. Le llegan, cada tanto, gritos de aliento. No toma aire para leer. No hace pausas entre un punto final y el comienzo del siguiente párrafo. Avanza como un tren bala con miles de decenas de vagones sobre sus espaldas. Se la lleva puesta la pulsión de su propia sangre. Mientras Verito vomita sus palabras, frente al edificio de Jorge Rafael, en medio de toda la gente, se abre un círculo: los hijos hacen subir hacia el cielo un ascensor de carga. Una plataforma de tres metros cuadrados con una precaria valla de contención. Mientras se eleva el ascensor, se despliega una bandera de tela negra con cientos de fotos en blanco y negro de los desaparecidos. Arriba van tres chicos, parados en el centro, con un micrófono inalámbrico en mano. Mucha gente se distrae con el original juguete que sube despacio hasta frenar a la altura del quinto piso. En el escenario una de las chicas le sostiene el documento a Verito, da vuelta la hoja cuando corresponde. Verito levanta un brazo, lo sostiene en el aire con el puño cerrado, se le escapa saliva de la boca cuando grita. Las chicas, atrás suyo, le pasan brazos por el cuello y la cintura. Tienen los ojos cargados de lágrimas. Desde abajo, siguen disparando un mar de flashes. Todo Cabildo se rompe las manos aplaudiendo durante un par de minutos cuando Verito terminar de leer el documento y se da vuelta para desplomarse en los brazos de sus compañeras y compañeros. Vuelven los bombos, las canciones de cancha, las consignas, los brazos levantados, la pirotecnia. “Rata inmunda, te vinimos a escrachar”, le grita Carlitos, elevado diez metros sobre el asfalto, a la altura de la ventana de la habitación donde se supone que duermen Videla y su señora esposa. “Rata inmunda, vinimos hace un tiempo, te dijimos lo que pensamos, lo que queremos, y hoy nos volvemos a encontrar, aunque no estés, o si, no importa – se le entrecorta la voz, no por una falla técnica, sino por la emoción-, sos una rata, la sociedad ya te juzgó, te vamos a volver a escrachar cada vez que haga falta, te vamos a perseguir hasta el día que te mueras, nadie quiere vivir al lado de un asesino, queremos que te pudras en la cárcel, y no en tu casa, beneficiado con el arresto domiciliario”. Desde abajo sube Carlitos siente cómo sube la ola que dice: “como a los nazis, le va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”. Los aplausos, los chiflidos, los insultos. Varios chicos se agolpan frente las vallas que cercan el departamento. Escupen. Le tiran botellas de plástico y paquetes de cigarrillos a la infantería. “Dá la cara, rata inmunda, te vinimos a escrachar”. De repente, como una bandada de gorriones alarmados, desde el ascensor vuelan veinte, treinta, cuarenta bombitas de tempera roja, que se estrellan con fuerza contra el frente del edificio, sobre las persianas cerradas de la habitación, el living comedor y el respirador del baño. Cada disparo, certero, o no, logra que la multitud, abajo, festeje, grite, aplauda. Cinco metros a la redonda del frente del departamento de color crema quedan teñidos por las manchas del color de la sangre. Ninguna ventana de los nueve pisos del departamento está abierta. Es un edificio sin vida. Abajo se generan algunas corridas alrededor de las vallas de hierro y la infantería. Desde el escenario bajan las consignas finales: “¡No a las cárceles vip ni a la prisión domiciliaria! ¡Cárcel común efectiva y perpetua!”. Vuelan un par de tachos de basura del gobierno de la ciudad sobre la infantería. “¡Restitución de la identidad de los quinientos jóvenes apropiados! ¡Reivindicamos la lucha de nuestros padres y sus compañeros!”. Un par de comisarios pasados de peso, trajeados, dan instrucciones desde el teléfono celular que tienen pegados al oído. Se apretujan dentro del coralito. Transpiran. Dan órdenes. De nuevo la consigna de los nazis. Las diez mil personas. Desde el acoplado piden que no nos prestemos a provocaciones; que volvamos tranquilos a casa. La gente se desconcentra. Al rato sólo quedan algunos grupos desperdigados a lo ancho de la avenida Cabildo. Charlan, en ronda. Toman mate. Se muestran las fotos de las camaritas digitales. Muchos se quedan apreciando, con la cabeza levantada, las manchas de pintura, en lo alto. O se acercan hasta el elevador para preguntarle a Carlitos y los otros tres cómo se veía de ahí arriba el acto. La gente del sonido del camión acomoda cables y columnas. Algunos periodistas levantan notas alrededor de una Madre que habla frente a un micrófono, o ponen el grabador en la boca de una Hija que está haciendo declaraciones para una radio. En la otra cuadra, Pedro, el encargado de mameluco marrón, habla en voz baja, al oído de un vecino de camisa que tiene puestas unas bermudas y zapatitos náuticos. El encargado de chomba naranja está en la vereda de enfrente, del otro lado de Cabildo, con su hijo en brazos. El nene le marca con el brazo el frente del edificio manchado de rojo. El padre le cuenta la historia. La avenida, ya un poco más despejada, es un mar de papeles, botellas y cartones. La infantería se retira, uno atrás del otro, con el bastón de madera agarrado entre las dos manos. A medida que se alejan al trote, se ve que muchos tienen los cascos, uniformes y escudos manchados de rojo, saliva y cartón mojado. Los hijos y las hijas están todos juntos a frente al acoplado. También sus amigos, familiares y allegados: todo el mundo baila de manera desenfrenada, haciendo un poco. Los varones están en cuero. Otros están descalzos. Suena la Bersuit. El escrache salió de fiesta.

Leer más...

El roce de las Topper

Los #Polémicos amigos que tengo que dentro de la Revista Paco tuvieron la generosidad de publicar otro de mis cuentos.

Se trata de un relato que tiene que ver con la Policía Federal y su ¿irreformable? -y ahora castigada- costumbre de perseguir a los jóvenes.

Gracias, Diego Vecino.

http://revistapaco.com.ar/2013/05/13/el-roce-de-las-topper/

Leer más...

Pico y pala



De repente, los secundarios se encendieron como una mecha humedecida en nafta. Alcanzó con que uno de ellos entonara la primera palabra de la canción para que el resto se sumase al estrepitoso agite militante:

vengo bancando este proyecto
proyecto nacional y popular
te juro que en los malos momentos
los pibes siempre vamos a estar
porque Néstor no se fue
lo llevo en el corazón
con la Jefa los solados de Perón


Así empezaba a cerrarse la jornada solidaria en el barrio Obrero. Dentro de un comedor popular y peronista. A puro canto y expresividad. Con los brazos en alto. Con anchas sonrisas y el reconocimiento cómplice reflejado en las pupilas del de enfrente.

Durante todo el día tanto los secundarios como los militantes del barrio empuñaron picos, palas y carretillas para poner en valor una placita vecinal que está detrás del Correo, en la parte sudeste de la villa. A la mañana, antes de que empezase la jornada, el terreno era un baldío. Ahora, mientras almuerzan, es un potrero pelado al que sólo resta ponerle las hamacas, los subibajas, los pasamamos y los postes de luz.

Son las cuatro de la tarde. Los secundarios están exhaustos, llenos de tierra, polvo y grasa, pero sacrifican la poca vitalidad que les queda en el repaso, a viva voz, de cada uno de los temas del cancionero oficialista. Pareciera que todo el esfuerzo físico del día se realizó para coronar la jornada así, reproduciendo, una vez más, aquello que en la militancia se conoce como mística.

Raquel es una histórica y corpulenta referente social de la villa. Tiene puesta una enorme remera de Unidos y Organizados. Atiende el comedor en el que ahora comen los secundarios y en el que durante la semana merienden, todos los días, decenas de vecinos. Las paredes están pintadas de un pesado azul sintético. Por la humedad, los pisos están mojados.

Con la ayuda de dos chicas adolescentes que tienen el pelo teñido de rubio y pequeños aros fosforescentes debajo de sus labios, Raquel sirve una segunda tanda de bandejas con unas enormes y esponjosas porciones de pizza con salsa de tomate y cebolla. Los militantes del barrio Obrero, los secundarios y también varios vecinos, comen con voracidad. 


Los más chicos, cuando quieren algo, se lo piden a los secundarios.
- Me sirve Sprite, ¿Profe?
- Puedo sacar una foto, ¿Seño? – le dice una nena a la secundaria que tuvo la responsabilidad de registrar la actividad con su cámara de fotos.

El hambre se va apaciguando pero las consignas siguen viciando el aire frío del comedor. La mesa es un instrumento de percusión. Y los dos pibes con la remera de River siguen tirando lujos, a un costado, con una pelota de cuero gastado.

Leer más...

Ay, 24 de marzo

ay, qué implosión desconocida me detonó el 24 de marzo del 77.
poco tiempo antes mi madre se arrodillaba frente a mis cuatro años
para balbucear con amor una tragedia indecible;
el ejército argentino había asesinado a mi padre.

ay, qué confusión el 24 de marzo del 82.
faltaban días para que en la escuela jugásemos a la guerra
y mi madre y mi nuevo padre metiesen nuestras vidas en las valijas del exilio;
en la escalera mecánica de ezeiza
tamborileé mis dedos en dirección a los nuestros
pero ellos sonrieron con las muecas de la derrota.

ay, qué indignación el 24 de marzo del 88.
miles de almas nunca preparadas para la vejación
reventamos de rabia y dolor las calles y las plazas
porque el desamparo ante tanta indiferencia civil y traición institucional
no cabía en ninguna partícula del tiempo ni del espacio;
de todas maneras, maduraba la organización
y ya flameaban algunas banderas, consignas y pañuelos.

ay, qué tóxico el 24 de marzo del 93.
cuánta violencia tan temida como contenida
cuánta soledad
cuánto extravío
cuánto daño
cuánto riesgo

cuánta perdida de tiempo.

ay, qué fuerza emergió el 24 de marzo del 99.
la realidad todavía nos cacheteaba
en todos los frentes
pero éramos algo más que insolentes;
los hijos de los cuatro orígenes
y algunos seducidos más
habíamos individualizado al enemigo: el Estado nacional.

ay, qué virulencia el 24 de marzo del 2002.
las piedras, los gases, los caballos, los muertos y el helicóptero
se habían llevado puesto al modelo de la entrega
pero se avecinaba un nuevo baño de sangre institucional en el puente;
el desconcierto me acechaba como si fuese una 
maldición.

ay, qué conmoción el 24 de marzo del 2004.
habíamos sido padres y mi heredero algún día
conocería la historia de sus abuelos revolucionarios;
también mi propio legado
que por el momento sólo contaba 

con algunas pequeñas hazañas y travesuras
y no tantos proyectos.

ay, qué esperanza la del 24 de marzo del 2007.
ya no eramos hijos sino hijos k

compartiendo plenarios con otros centenares de k; la militancia de nuestros padres
se reproducía en nuestra propia construcción
de la mano del relato, los hechos y la conducción
de un matrimonio pinguino y presidencial que por primera vez en la vida
nos conquistaba la conciencia y el corazón.

ay, qué combativo el 24 de marzo del 2008.
faltaban horas para que jugásemos nuestra primera batalla
a favor del ideario que ahora se materializaba
en un Estado inclusivo.

ay, cómo lloré el 24 de marzo del 2009.
ella estaba en la columna compañera, al frente

desentendida del abismo que se abría debajo de nuestro pies
por habernos soltado la mano
saltando sobre el pavimento
coreando consignas
como si sólo importasen los desaparecidos
la memoria, la verdad y la justicia.

ay, cómo lloré ese mismo 24 de marzo del 2009
porque en el nudo y el llanto engendrados por el fin de la relación circunstancial
también estallaba en mil puntadas
el duelo que nunca me había animado a transitar
por haberme separado de la madre de mi hijo
.

ay, cuánta fuerza sentimos el 24 de marzo del 2013.

cuánta libertad
cuánta alegría
cuánta mística
cuánta confianza
cuánta esperanza
cuántos proyectos;
ay, sí, falta mucho
seguramente siempre sea así
o a lo sumo cada vez faltará menos,
pero los genocidas están presos
y tenemos asignación por hijo
y el fútbol para todos
y la patria grande
y mi hijo juega lindo a la pelota
y cuando me despide por teléfono 
hace sonar un beso.

Leer más...

Tilinguería regional

La tilinguería trastorna la sensibilidad de muchos ciudadanos argentinos. Pero también de los países vecinos. Incluidos los venezolanos, por supuesto. Unos y otros repiten como loros la información viciada que los medios de comunicación del odio transmiten, acá y allá,  durante las veinticuatro horas, y por medio de todos sus soportes.

Hace tres días que muchos de nosotros, miles, estamos tristes. Duele la muerte. Siempre duele. Asusta. Como si fuese un punzón presionado con saña dentro del pecho, se nos agudiza la conciencia en relación a la finitud de nuestra propia vida. El corazón se nos achicharra aún más cuando se trata de un ser querido. Un familiar, un amigo, o un Jefe de Estado que condujo un proceso político transformador con el que simpatizamos. Al que adherimos no por conveniencia propia, sino porque a través de la herramienta de la política y con el aval del voto popular, estos hombres y mujeres que bofetean la historia se animan a darle pelea a los sectores de poder que desde siempre han condenado a la pobreza, el analfabetismo y la miseria a las grandes mayorías de los pueblos de la región.

Ayer estaba con una amiga en su modesta galería de arte, en una zona poco concurrida del barrio de Palermo. Hablábamos de música, de literatura, de proyectos personales. De repente una silueta se asomó por la puerta.

“Disculpen. Estoy viajando por América del Sur en moto. Soy fotógrafo. Y me gustaría exponer mi trabajo. ¿Ustedes podrían indicarme uno o dos lugares que podrían llegar a interesarse?”.

Fue mi amiga la que tomó la posta. Le hizo un par de preguntas. Intentó develar para ella misma qué nivel de profesionalidad poseía el visitante. Intercambiaron algunas palabras. El acento del fotógrafo era muy seductor. Caribeño. Ella le pidió que anotase dos teléfonos. Le pasó nombres. Él no tendría más de treinta años. Vestía zapatillas de lona, jean y una remera de mangas cortas de color verde oliva.

Cuando se produjo un silencio, le pregunté de dónde era. “Venezuela”, contestó, sonriendo. “No estabas en tu país cuando murió tu presidente”, dije. El tono que usé no fue neutro. No desparramaba lamento pero sí tuvo una pizca de pesadumbre. Se tomó un segundo para contestar. En su mirada se percibió la duda. “Mejor”, fue todo lo que dijo. “¿Estás contento?”, avancé yo. “Contento no, pero ahora sí Venezuela tiene la oportunidad de mejorar”, dijo, atajándose. “¿Por qué?”. “Porque el gobierno ya no va a poder comprar los votos con las misiones sociales, comida o armas. Los medios de comunicación van a volver a informar con libertad”.

Me paré y caminé hacia la vereda. Me apoyé contra el capó de un auto y prendí un cigarrillo. A través del ventanal de la galería fijé mi mirada en el intercambio de papeles y biromes que mi amiga hacía con el venezolano. A ella no le afectó el comentario del viajero. Y está bien. No la juzgo. Era yo el que sentía el peso de la muerte de Hugo Chávez. Estaba empapado de las imágenes de la marea roja despidiendo a su líder. A nosotros nos había pasado lo mismo el 27 de octubre del 2010.

El intrépido motoquero que venía recorriendo los caminos polvorientos de Sudamérica, salió de la galería. Ni me miró. Tendría vergüenza, o sería un mal educado. No sé. Pero mal informado, seguro. Deduje, antes de entrar de nuevo a la galería, que sería un pibe de extracción socio económica acomodada que nunca jamás, en toda su vida, tendrá en cuenta los derechos de las mayorías ni las reglas de juego del sistema democrático. Seguirá desinformándose con las operaciones de los medios malditos.


Leer más...

Publicar un cuento en la revista Paco

Tengo el honor de publicar un cuento en la revita digital Paco (o #Paco, como la llaman en Twitter).

La publicación pertenece a un grupo de narradores, poetas, ensayistas, periodistas y editores que andan por los treinta y cinco años, y que cada tanto intervienen la escena pública digital con un vómito de textos tan contundentes como desopilantes. Cualquier suplemento de Cultura tradicional los catalogaría bajo rótulos previsibles del tipo "La joven guardia", "Nuevos narradores", "La narrativa sub40", u otros.

Ellos, por supuesto, le escapan a ese y otros corset con la velocidad de una estampida. Corrobórenlo en sus textos. Ácidos, irreverentes, provocadores.

Acá está mi cuento (El canto de la Iuna).

Leer más...

Los que trabajan en la playa III

Circo del Aire

Se instalaron hace cinco años detrás de la feria de artesanos de la avenida 3, entre las calles 112 y 113. Durante la última quincena de diciembre ya se los puede ver armando el domo (una carpa que funciona como vestuario, depósito, dormitorio y otros), las gradas y la estructura metálica de más de diez metros de altura de la que colgarán el cuadro fijo, las luces, las cuerdas y los trapecios. La familia gesellina, en especial la que vacaciona en la zona sur del balneario, se acerca al circo todos los veranos ya que ahí tiene asegurada una hora de entretenimiento en la que se combinan la destreza, el riesgo, el asombro y el humor. El espectáculo es a la gorra y se realiza todas las noches en dos horarios: 22.00 y 23.30 horas.

Los artistas que conforman la compañía de este año tienen entre veintisiete y cuarenta años. Durante toda la temporada conviven bajo el mismo techo, en una amplia casa con techo de tejas a dos aguas, a unas seis cuadras del predio, que en el frente tiene un viejo y frondoso álamo y también una pileta de lona. Funcionan con las reglas de una cooperativa tanto con los derechos como con las obligaciones. Se turnan de manera democrática para cocinar, lavar y dormir en el domo para velar por las pertenencias del circo. La gorra se reparte en partes iguales. En la casa hay dos bebes, una nena de siete años y por lo menos dos perros. Comen mucha verdura y no tienen televisión. Sí internet. A la playa van muy poco.

María del Aire es la directora del Circo. En el ambiente se la conoce como “María del Aire”. Tiene una hija de veintiséis años y otra de un año y medio. Hace más de veinte años que se dedica al circo callejero. Dice que su vida cambió el día que se dio cuenta de que podía plantarse en el espacio público a ofrecer un número artístico y recibir a cambio aplausos y una retribución económica. María dice: en el circo contemporáneo el acróbata o la gimnasta ofrecen algo más que su destreza o su audacia. Estudiaron actuación, o danzas, o todo junto, acá, o afuera, y en sus números sobre la lona, las telas o el trapecio, lo que hacen es arte en el sentido más puro de la palabra. Nos transmiten algo que no tiene que ver solamente con la habilidad de mantener en el aire cinco raquetas o la valentía de caminar sobre una soga a veinte metros de altura. Están en juego las emociones. Sus actuaciones nos conmueven alguna parte del cuerpo. Esa es la principal diferencia con el circo tradicional que llega a los pueblos con sus carros, su enorme carpa, sus payasos y domadores de animales.

Gabriela practicó gimnasia artística durante dieciséis años. Ahora tiene veintisiete. En el 2009 se fue a estudiar a una distinguida compañía de circo contemporáneo, en Toulosse, al sur de Francia. Volvió a mediados del año pasado y ni bien empezó el 2013 la llamaron desde Villa Gesell para proponerle que reemplazase a un compañero que se había tenido que bajar del proyecto. Ella explica que la disciplina que despliega sobre la lona del Circo del Aire se llama “Acrodance”. Tiene todos los músculos del cuerpo tonificados pero parece una muñeca de goma, sin articulaciones. Se retuerce por el piso como si no tuviese huesos. Junto a las acrobacias y los movimientos que atesoró cuando practicaba gimnasia y que mejoró con el tiempo y la vida, ofrece elementos de actuación. A pesar del calor trabaja vestida con un tapado. Es parte de un personaje que se tomó algunas copas de más y que anda a los trompos frente a la mirada ajena. Le roba mucha risa al público, en especial a los más chicos. Impresiona con su elasticidad y seducción. Es hincha de Vélez y muy familiera.

Antes de venir a la costa Ileana estuvo trabajando en un casino cinco estrellas de Johannesburgo, capital de Sudáfrica. Es la madre de Queca, una rubiecita de siete años que no se pierde una sola función de sus padres. Realiza dos números por función. Uno en la altura, arriba de un trapecio, en el que pareciera volar, y el otro alrededor de una gruesa cuerda de hilo que nace a unos diez metros de altura, en el punto más alto de la estructura metálica. Con movimientos sincronizados, sube por la cuerda y luego baja girando en tirabuzón. Coloca su atlético cuerpo en vertical, después horizontal, o en diagonal, sin perder nunca la gracia, y con una precisión milimétrica.

Juan y Charly son los acróbatas. Uno mide un metro noventa y el otro, en puntas de pié, le llega al mentón. Uno transmite formalidad y el otro una elocuente picardía. Uno es fuerte y pesado y el otro es ágil y liviano. Son el complemento perfecto y trabajan juntos hace tres temporadas. Tanto en la lona, como en la altura, fuerzan a gran parte del público a taparse la boca en una mueca de terror cuando realizan su número de cuadro fijo (estructura en la altura en la que Juan se cuelga de las piernas, boca abajo, para tomar de las manos a Charly, y jugar con él como si fuese un cono anaranjado de estacionamiento). Ese es el momento más tenso –y luego festejado- de la función: con las manos llenas de talco, y el ritmo acompasado de un redoblante, Charly realiza en el aire mortales, giros y otros movimientos acrobáticos. Juan fue padre hace seis meses y su compañera, junto a la beba, conviven con él en la casa. Charly trabajó gran parte del 2012 en el mega predio de ciencia y tecnología Tecnópolis y tiene cierta fama en la noche del balneario.

Nacho es el clown del circo. El payaso. El que está maquillado. El padre de Queca y pareja de Ileana. El que tiene los zapatos blancos dos veces más grandes que sus pies. El que hace morisquetas, cuenta chistes, se burla de algún desprevenido de su público. Es el que motiva, agita, entusiasma, pide aplausos y gritos que se escuchan en toda la feria de artesanos. Es quien tiene la responsabilidad de presentar a los artistas cuando culmina el espectáculo y también el que anuncia el pase de la gorra. Nacho dice: el día es ese lapso de tiempo que tenemos para recuperarnos de la funciones de la noche anterior. Si bien es cierto que en febrero la función está tan aceitada que sale de taquito, el cuerpo ya arrastra algunas averías. A principio de la temporada hizo algunas acrobacias junto a su hija. Y ahora tiene un número de malabares muy personal, dentro de una estructura triangular de cristal de tres caras. La trajo desde su casa y mide dos metros de largo por dos de ancho. Ahí adentro hace rebotar primero dos, luego tres, y finalmente cuatro, cinco y hasta seis pelotas del tamaño de una de tenis, con concentración, y gracia. Antes del cierre de la función, le agradece una y otra vez al público, y habla de lo “popular” de la propuesta que ellos ofrecen todas las noches, no sólo por la gorra, sino también por el intercambio de energía con las trescientas personas -por función- que abarrotan de aplausos, gritos y risas el la zona sur del balneario más cosmopolita de la costa atlántica.

Leer más...

Los que trabajan en la playa II

El Trapito 

El punto en el que se cruzan las alamedas 201 y 307, en la exclusiva “Zona Norte” de Villa Gesell, no ofrece ni un poco de sombra. Los veraneantes estacionan allí sus coches y utilitarios y luego de caminar cien metros pisan la arena de la playa. Cuando el tiempo acompaña son decenas de automóviles los que se aprietan en cualquiera de las cuatro esquinas. Si el sol se pone muy bravo hay que resguardarse debajo de las ramas de uno de los álamos que sobreviven sobre la calle 205, en dirección al norte. Ahí se desploma Axel durante los tiempos muertos de su trabajo, entre las 13.00 y las 15.00 horas. Tiene diez años y la franela que lleva en la mano dejó de ser de color naranja hace por lo menos tres temporadas. Tiene la piel del color del río Bermejo porque nació en el Chaco. Baja la mirada cuando el turista pasa a su lado. Si le dicen ‘hola’ o ‘buen día’ devuelve el saludo pero no abre la boca en todo el día. Tiene ojos negros. Pelo ralo, oscuro, y la dentadura derruida por falta de higiene. 

Vengo temprano y me voy cuando se va el último coche. Mi hermano mayor está en la 309. A veces viene a jugar alguno de los primos, pero casi nunca. ¿Qué comemos? A veces nos traemos pan y queso. O una manzana. Otras veces, nada, y pido algo en el parador. Algunos turistas me dan diez pesos. Otros cinco. La mayoría dos o una moneda de uno. El año pasado una señora me dio veinte. Nunca les pido plata por haberles mirado el coche. Si me dan, me dan. ¿Sabés cómo me dicen mis primos? 'Fideo' porque soy flaco como un fideo de los largos, ¿viste?.

Axel siempre viste el mismo uniforme: ojotas, jean azul con agujeros en las rodillas y una camisa vieja y descolorida. La vecina que tiene una de las casas más cercanas a la playa le suele dar una jarrita de jugo para que se refresque, aunque quisiera poder decirle a la madre que hacer trabajar a un nene es una insensatez. Axel tiene devoción por los insectos. Si no está acomodando un coche se lo suele ver acostado sobre los canteros de los chalets, atrapando langostas en un pote sucio de cuarto de helado, o poniendo obstáculos de todo tipo en los caminos de tierra que hacen las hormigas para llevar provisiones al hormiguero. 

Una vez le saqué los cuernitos a un escarabajo. Había llovido y estaban por todos lados. Murió enseguida. Ahí aprendí que los cuernos no sólo les sirven para levantar peso. También le abrí la panza a una rana. Quería ver cómo era su estómago. Mi hermano una vez le hizo un tajo en la pierna a un borracho que quería sacarme de la esquina. Sin decirle una sola palabra le hundió el cuchillo acá –y se tocó el muslo-. Yo a una persona no le haría eso. Sí a un gato, para ver qué hace. Pero a un turista, no. 

La madre de Axel realiza trabajos de limpieza en dos hosterías de primer nivel que están edificadas sobre la calle 205. Por la mañana en uno y por la tarde en el otro. Ella y sus cuatro hijos viven en Villa Gesell, del otro lado del Boulevard Buenos Aires, en una casa de una planta con un fondo de cincuenta metros de largo donde tienen plantadas algunas verduras. Con ellos vive el abuelo de Axel, un misógino de ochenta y pico de años que tiene a todo el mundo a los gritos.

Leer más...

Los que trabajan en la playa I

El churrero 

Se llama Rubén pero le dicen “Rúben”. Tiene veintiséis años. Vive en Merlo. Es la primera vez que trabaja para la legendaria churrería gesellina ‘El Topo’. Accedió a la changa por medio de un tío que hace más de diez temporadas que camina la playa para el conocido comercio del rubro panadero. Por eso habrá sido que los dueños no le negaron el puesto al chico al enterarse que había estado privado de su libertad hasta mediados del 2012. Tiene un solo franco por semana. En el negocio se presenta temprano, le cargan la canasta de mimbre con diez docenas de churros recién sacados del horno, le dan unos treinta pesos de cambio, y emprende su camino hacia la playa. 

Estuve preso por el delito de robo automotor agravado por el uso de arma de fuego. Cumplí mi condena en la Unidad Penitenciaria de Ezeiza hasta el último día. Gracias a Dios no la pasé mal. Ayudé a mi vieja y a mis hermanos con el salario mínimo, vital y móvil que me pagaba el Servicio Penitenciario Federal por trabajar dentro de la unidad. Fui cocinero, lavandero y carpintero. ¿Qué onda con el laburo? Me llamó mi tío y vine. No sé. Antes que estar vagueando por el barrio prefería laburar un par de meses. La traje a la Daniela, mi novia. Una bobota de ojos verdes que no puede ser lo buena que está. Vende unos monos de peluche importados de la china, sobre la 3. Entre los dos sacamos unos doscientos cincuentas pesos por día. No está mal. Pero la camino, eh. Tengo las narpies arruinadas. 

La indumentaria oficial de la churrería es un pantalón de lona blanco y una remera también blanca con el isologo del comercio tanto en el frente como en el dorso de la prenda. Rúben camina por la arena desde la calle 110 hasta la 130, a la altura del muelle de los pescadores. Vuelve. Si vendió, tiene que regresar a la churrería para recargar la canasta. Si no, sigue camino para el lado inverso, hasta el último balneario, a unas treinta cuadras. Durante toda la jornada va enchufado a su mp3 cargado con la discografía completa de La Renga. Cada diez metros pega un grito, anunciando los “churros calentitos del Topo”, pero no con la insistencia y la sistematicidad que el resto de los vendedores. Tampoco suele caminar por la arena seca, serpenteando entre las sombrillas, las reposeras, las lonas, las heladeras, los iglú, los tejos y los turistas. 

Si no hubiese laburo supongo que volvería a chorear. He limpiado pisos y baños. No tengo piuritos. Pero los antecedentes penales te condenan. Lo mismo cuando menciono el barrio “Las Palomitas”, donde vivo. A la gente no le tiro ni cabida porque me pasa que veo la cara del canoso con el que me tiroteé en todos lados. Por eso hago la mía. Voy con la cabeza gacha. En la zona del centro está lleno de pibes y pibas. Algunos tienen buena onda. Pero otros te miran de reojo. Los pibes bien, más que nada. Les tajearía la cara. Y a la familia tipo le cuesta largar el mango, loco. Decile a la Cristina que afloje con la inflación. 

Cuando baja el sol y ya casi no quedan turistas en la playa, de manera religiosa, antes de ir al negocio, el Rúben se tira en la arena, y se fuma un porro junto a alguno de sus compañeros, o solo. Disfruta cada pitada como si fuese la última. Las piernas le pesan como macetas. Tiene la ropa pegada al cuerpo por la transpiración. En el camino al comercio relojea los coches cero kilómetro que están estacionados en la calle o en los garages de las coquetas hosterías u hoteles. Su especialidad eran los Bora y los Vento. Ambos Volkswagen. Pero ahora está en otra. Se ríe de sí mismo cuando el reflejo de un ventanal le devuelve la imagen de un pibito de piel morena, desgarbado, todo vestido de blanco, con un canasto colgado del brazo. Y piensa en la noche que pasará con Daniela.

Leer más...

Los que trabajan en la playa

La guardavidas 

Enterró el salvavidas en la arena. Luego hizo lo mismo con las patas de la silla de metal que trajo de la casilla. Pero en lugar de tomar asiento, apoyó las manos sobre el respaldo de la silla y se irguió con solemnidad frente al océano. El día estaba espléndido. Sol pleno. Ni una pizca de viento. Decenas de turistas se refrescaban dentro del agua. La gran mayoría, a pocos metros de distancia de la costa, junto a los más chicos. Sólo un puñado de valientes enfrentaban a las olas que se levantaban con tesón a unos treinta metros de distancia. Muchos veraneantes estaban tirados de cara al sol, o parapetados debajo de las sombrillas tomando mate. Otros caminaban sin apuro por la orilla. 

Era rubia, y atlética. Debía tener unos treinta años. La gorra con visera y los infaltables lentes oscuros para el sol le tapaban la cara. Sólo se podía apreciar la prominencia de sus pómulos y la delicadeza de su nariz. Tenía puesta una campera inflable de color celeste y unos shorts negros, sueltos. El color de la piel de sus piernas y de los dedos de los pies era casi de color morcilla. 

Perdoname, pero los guardavidas reciben capacitación acerca del comportamiento del mar, ¿no es así? Sí. Antes de ayer el mar parecía una enorme olla de agua cálida, ayer parecía un río bravo y hoy está en un intermedio. En el medio tuvimos una tormenta con granizo y todo. Y cambió el viento. Exacto; cuando sopla del sudeste siempre trae el frío y la humedad; en cambio, cuando sopla desde el oeste, o sea desde el continente, trae el calor de la tierra. Mirá vos. 

Conversaba pero con cierto desdén. No dejaba de mirar hacia el mar. Parecía concentrada en su trabajo pero también podía ser una táctica para descartar al turista de turno que para matar el tiempo ocioso de la playa no encontró mejor idea que ponerse a charlar con la guardavidas. 

¿Viste la película 'Una aventura extraordinaria’? No miro mucho cine. Es hermosa; y gran parte de la película transcurre en medio del océano pacífico. Aja. Se cuenta la relación que se crea entre un adolescente y un tigre de malasia. ¿Ahora me vas a preguntar a cuántas personas les salvé la vida durante el mes de enero? No sé, puede ser. ¿O si vivo acá o vengo a trabajar sólo por la temporada? Sí, qué se yo. Perdoname que sea así de brusca pero estoy trabajando. Te entiendo. Si mientras charlo con vos se ahoga un tipo me como una denuncia penal, ¿me entendés? Sí, claro. ¿Vos qué hacés? Soy periodista. 

La charla duró un minuto más. Me despidió sin sacar la vista de los movimientos que los turistas hacían dentro del mar. Parecía un perro de caza. Me fui pensando que sus palabras habían tenido buena fe. Con franqueza, me había llamado por mi nombre: turista que no sabe qué hacer con tanto tiempo ocioso.

Leer más...

Por quién doblan las campanas

Las proyecciones de cine clásico al aire libre se hacen en el patio trasero del Espacio Cultural Nuestros Hijos (ECuNHi), dentro del Espacio para la Memoria (Ex ESMA). Durante todo el verano, los miércoles y jueves, y a la hora que anochece. Si llueve, como el miércoles 16 de enero pasado, se utiliza el micro cine del edificio. Tiene cincuenta butacas, buen sonido, y hasta pequeñas luminarias en los escalones para no tropezarse. Esa noche de tormenta vimos “Por quién doblan las campanas”, dirigida por Sam Wood (basada en la novela homónima de Ernest Hemingway).

La sala estaba casi completa. En su mayoría, jóvenes. El aire acondicionado andaba a media máquina, pero no importó. Alguien desparramaba un hondo olor a transpiración, y tampoco importó. La película duró casi tres horas. La historia principal que se narra gira alrededor de la guerra civil española. Y el llamado sub texto, o historia secundaria, tiene que ver con una intensa atracción entre Roberto y María (Gary Cooper e Ingrid Bergman).

En una de las escenas, un puñado de ásperos combatientes republicanos le preguntan al protagonista -dentro de la cueva donde estaban escondidos-, qué hace luchando allí, en la montaña, por una causa ajena. Roberto ("El Inglés"), un dinamitero con porte y voz de mando, duro y honrado, les contesta que la causa le pertenece a todas aquellas naciones que defienden la democracia y que estén dispuestos a frenar el avance del fascismo. Sobre el final de la película -trágico, doloroso, literario-, el protagonista despide, herido de muerte, a la rubia que ha conocido en la cueva –sus padres fueron asesinados por los nacionalistas de Franco- y con quien se han jurado amor eterno. Le dice: “Yo soy tú y tú eres yo. Tú eres todo lo que quedará de mí”.

Filmada en 1943, la película es deficiente en cuántos a algunos recursos cinematográficos, por supuesto. Pero los papeles de los cuatro personajes principales son notables. Valentía, envidia, lealtad, pasión, miedo, traición, muerte. Sentimientos y rasgos humanos puestos en contradicción de manera constante. Cuánto sabía sobre estos tópicos el autor del texto.

Juan Diego Incardona, organizador del ciclo de proyecciones, apagó el proyector, también el reproductor de devedé, y cerró el microcine. Salimos a disfrutar del aire fresco. Se podía apreciar el color ocre del cielo, todavía tomado por la tormenta. Prendí un cigarrillo. Conversamos acerca de la perturbadora belleza de los 19 años de Bergman y del compromiso de Hemingway con los hechos históricos de su época. De repente, dos supuestas paltas, una detrás de la otra, y con diferencia de unos diez segundos, cayeron sobre el tinglado del techo del edificio. Nos sobresaltamos. Bajamos por la explanada de cemento y dimos una vuelta alrededor de las mesitas del bar que funciona durante el día. El viento sacudía la copa de los árboles. Nos asomamos por detrás de unas ligustrinas que bordean los límites de aquella zona norte del predio.

Fue ahí que pensé en los fantásticos -y heróicos- personajes que Juan había construido en su novela “El campito” (2008). Y también en la implicancia política que tiene la novela en relación a la disputa de poder entre el peronismo y gorilismo, tan latente y en carne viva en la actualidad. Pero no le dije nada. Salimos del edificio en silencio. En la puerta no había un alma. Supuse que los más de cuarenta espectadores con las que habíamos visto la película ya estarían volviendo a sus casas hablando de las cuestiones domésticas de la vida.

Leer más...

Que te publiquen un cuento

La Secretaría de Cultura de la Nación publica una revista de distribución gratuita que se llama "Nuestra Cultura". Para el nuevo verano que ahora estamos transitando bajo el caluroso efecto de nuevas conquistas políticas y también algunos cascotazos, salió el número 18 de la publicación.

Dedicado de manera exclusiva a la "nueva literatura" argentina, un rótulo siempre polémico y también impreciso, contiene los cuentos o relatos de 9 autores que hayan publicado por lo menos un libro. El objetivo de la Secretaría es distribuir gran parte de los 25.000 ejemplares en algunos de los puntos turísticos de nuestro país.


Casi todos leemos algo en verano.

Algunos de los autores que publicaron su cuento son más conocidos que otros. Y los textos, para mi gusto, sos dispares. Pero hay un universo que se destaca en la ficción que enviamos los que tuvimos el privilegio de publicar: los lazos afectivos. Y otro dato: varios usaron las texturas, los relieves, los colores y los sonidos del campo como teatro de operaciones de sus historias.

Acá está colgada la revista en formato digital. En unos días circulará la versión impresa.

Leer más...

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios