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Rata inmunda (escrache a Videla, el 24 de marzo del 2006)

Son las cinco de la tarde del sábado 24 de marzo. Treinta años del golpe del 76. Un número redondo. Denso. El sol refleja los bordes amarillos de las hojas secas que el otoño diseminó sobre las veredas. El tránsito está cargado. Pero no es por eso que en el barrio de Belgrano es imposible dormir la siesta. El encargado del edificio de Cabildo al 526, petacón y enfundado en un overol marrón, se pone en puntas de pie y mira hacia Federico Lacroze. "Otro escrache a Videla", le dice Pedro, el colega del edificio de al lado que tiene puesto un jean y una chomba anaranjada que le aprieta la panza. "La puta que los parió", maldice el otro. "Me llamó el Gallego para decirme que los vio venir por Luís Maria Campos y que son como diez lucas. Ya está todo vallado, mirá", y le señala hacia la otra cuadra, donde vive Jorge Rafael Videla. Atrás de un perímetro de vallas de hierro macizo de más de dos metros de altura, se forma una muralla de treinta miembros de la Infantería de la Policía Federal. Todos tienen la mirada perdida en el frente. No se mueve una mosca. "Todo bien con los pibes éstos de Hijos pero la última vez que vinieron pintaron toda la zona, metieron un quilombo bárbaro, quedó todo sucio", dice el primero. "¿Sabes lo que pasa?", dice el otro, "a estos pibes le secuestraron a los padres, se los torturaron, se los tiraron al río, ¿qué querés? ¿Que se queden en su casa jugando a la generala?". Por Teodoro García, a dos cuadras de donde están los encargados, asoma la cabeza de una columna de manifestantes que tiene cinco cuadras de largo. De ancho, la calle completa, incluyendo las dos veredas. La bandera de H.I.J.O.S. encabeza la movilización. Las siglas de la agrupación, negras con bordes rojos, bailotean por el movimiento de las cañas de dos metros de largo que sostienen con las dos manos cuatro chicos. Uno grupo de hijos e hijas que vienen debajo de la bandera, saltan, cantan, gritan, agitan los brazos como en la cancha. Un poco más adelante, a unos diez kilómetros por hora, avanza un camión con un acoplado que en su piso carga dos columnas de sonido, una adelante y otra atrás, y dos chicas que con un micrófono, le relatan los vecinos de Belgrano y Colegiales, a los gritos, cual es el prontuario de Jorge Rafael. Cada vez que la locutora de turno termina de leer un párrafo del prontuario, desde las cajas de sonido suena un separador con música de la banda Todos tus Muertos. Detrás de la bandera de Hijos marcha un puñado de Madres. Llevan en las cabezas sus pañuelos blancos, caminan con cierta dificultad, agarradas del brazo de hombres, mujeres y chicos que les hablan al oído. También se amontonan con sus banderas un grupo de nutrido grupo de militantes de la organización kirchnerista "Movimiento Evita", más un puñado de organizaciones sociales, gremiales y culturales; hay mucha gente suelta, con el Página 12 debajo del brazo, con nenes agarrados de sus manos, cochecitos, bicicletas. Un puñado de jóvenes, a medida que avanzan, se cuelgan de los postes de luz para colgar unos carteles amarillos que anuncian que en el barrio hay un genocida suelto. En el fondo de la extensa columna marchan algunas organizaciones políticas de izquierda, con camionetas tipo flete que llevan un parlante gris arriba de la cabina lanzando consignas. También hay algunos periodistas trajeados, con el camarógrafo y el que lleva los cables. Mucha gente filma con sus cámaras personales. La pirotecnia mete ruido y deja olor a pólvora en toda la cuadra. La marcha cruza Lacroze. La cola de la columna, al fondo, todavía viene por Teodoro García. El tránsito está cortado. No hay policías pero si una veintena de motoqueros que se ocupan de frenarle el paso a los autos. La gente se para en las esquinas a mirar. Algunos se asoman por los balcones. Una hilera de mujeres que hace ejercicios sobre unas bicicletas fijas de un gimnasio de un primer piso se entretiene con la insólita y colorida imagen de la avenida Cabildo. Llegan algunos chicos corriendo, se abrazan con un amigo, amiga, se suman a la marcha que ocupa toda la mano de Cabildo, en dirección al centro. Muchos vecinos, en puntitas de pie sobre el cordón de la vereda, aplauden, serios, emocionados. Otros van y vienen, como todos los días. Varios chicos y chicas reparten en mano un panfleto que tiene impresas las consignas del escrache: ante la falta o lentitud de justicia, condena social: que el carnicero no le venda, tampoco el panadero, que el taxi no le pare, que los vecinos tomen partido, se comprometan. La marcha recorre una cuadra más y pasa por la puerta del edificio de Cabildo 526. Uno de los encargados, con las manos detrás de la cintura, mira cómo avanza la gente, cómo grita, cómo ensucia. El otro, el de chomba naranja, charla en la vereda con dos vecinos. Un nene de unos cinco años le abraza la pierna derecha. El conductor del camión atraviesa el acoplado sobre Cabildo. “¿Acá está bien?”, consulta, con medio cuerpo afuera de la cabina. Uno de los chicos de los que llevan la batuta le levanta el pulgar. El conductor apaga el motor. De un lado, la avenida Cabildo vacía: sólo un par de autos que se alejan en dirección al túnel de Carranza. Del otro, el colchón de gente que se aprieta contra el acoplado que ahora hace de escenario. Sobre la izquierda está el departamento de Jorge Rafael. Muchos se acercan a las vallas de hierro macizo que desplegó la Policía Federal. Gritan, insultan a la infantería que, inconmovible, sigue mirando hacia adelante. Un chico tiene una especie de caña de pescar con una tanza de la que cuelga una caja de pizza con la frase “por una pizza matas a tu mamá”. El chico da la vuelta, la pone por encima de las vallas, se la pasa por la cara a los cabeza de tortuga. Los bombos y redoblantes suenan acompasados. El que no salta es militar. La temperatura ambiente está en su punto más alto. Suben al escenario algunas madres. Forman un semicírculo alrededor de los dos pies de micrófonos. Una de ellas, sencilla y menudita, se acomoda y luego de que se produce un profundo silencio, le dice a los hijos e hijas que cuando ellas ya no estén sean ellos, y ellas, quienes continúen con la lucha, que son ellos quienes tienen darle continuidad a una pelea que ya lleva tantos años, que no bajen los brazos, que no claudiquen, que sigan siendo rebeldes como hasta ahora. Desde abajo del acoplado llegan los flashes y el aplauso cerrado. Luego bajan por la escalerita, y sobre el pavimento de la avenida, reciben el afecto de la gente. La agrupación H.I.J.O.S. toma el micrófono. Una chica pasa al frente pero la rodean cinco más. Ante las diez mil personas que escuchan en absoluto silencio, leen un documento que hace una lectura muy lucida y llena de racionalidad de la militancia de los ’70, los últimos treinta años de historia política y económica de nuestro país, el recorrido de la agrupación y los fundamentos básicos del escrache como practica política. Verito, la chica que está al frente leyendo, tiene a los dos padres desaparecidos y un hermano apropiado. Deja el alma en cada palabra. Le tiembla el cuerpo. Acentúa los conceptos elevando la voz. No mira ni una sola hacia el frente, donde está el colchón de gente, con las banderas bajas. Le llegan, cada tanto, gritos de aliento. No toma aire para leer. No hace pausas entre un punto final y el comienzo del siguiente párrafo. Avanza como un tren bala con miles de decenas de vagones sobre sus espaldas. Se la lleva puesta la pulsión de su propia sangre. Mientras Verito vomita sus palabras, frente al edificio de Jorge Rafael, en medio de toda la gente, se abre un círculo: los hijos hacen subir hacia el cielo un ascensor de carga. Una plataforma de tres metros cuadrados con una precaria valla de contención. Mientras se eleva el ascensor, se despliega una bandera de tela negra con cientos de fotos en blanco y negro de los desaparecidos. Arriba van tres chicos, parados en el centro, con un micrófono inalámbrico en mano. Mucha gente se distrae con el original juguete que sube despacio hasta frenar a la altura del quinto piso. En el escenario una de las chicas le sostiene el documento a Verito, da vuelta la hoja cuando corresponde. Verito levanta un brazo, lo sostiene en el aire con el puño cerrado, se le escapa saliva de la boca cuando grita. Las chicas, atrás suyo, le pasan brazos por el cuello y la cintura. Tienen los ojos cargados de lágrimas. Desde abajo, siguen disparando un mar de flashes. Todo Cabildo se rompe las manos aplaudiendo durante un par de minutos cuando Verito terminar de leer el documento y se da vuelta para desplomarse en los brazos de sus compañeras y compañeros. Vuelven los bombos, las canciones de cancha, las consignas, los brazos levantados, la pirotecnia. “Rata inmunda, te vinimos a escrachar”, le grita Carlitos, elevado diez metros sobre el asfalto, a la altura de la ventana de la habitación donde se supone que duermen Videla y su señora esposa. “Rata inmunda, vinimos hace un tiempo, te dijimos lo que pensamos, lo que queremos, y hoy nos volvemos a encontrar, aunque no estés, o si, no importa – se le entrecorta la voz, no por una falla técnica, sino por la emoción-, sos una rata, la sociedad ya te juzgó, te vamos a volver a escrachar cada vez que haga falta, te vamos a perseguir hasta el día que te mueras, nadie quiere vivir al lado de un asesino, queremos que te pudras en la cárcel, y no en tu casa, beneficiado con el arresto domiciliario”. Desde abajo sube Carlitos siente cómo sube la ola que dice: “como a los nazis, le va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”. Los aplausos, los chiflidos, los insultos. Varios chicos se agolpan frente las vallas que cercan el departamento. Escupen. Le tiran botellas de plástico y paquetes de cigarrillos a la infantería. “Dá la cara, rata inmunda, te vinimos a escrachar”. De repente, como una bandada de gorriones alarmados, desde el ascensor vuelan veinte, treinta, cuarenta bombitas de tempera roja, que se estrellan con fuerza contra el frente del edificio, sobre las persianas cerradas de la habitación, el living comedor y el respirador del baño. Cada disparo, certero, o no, logra que la multitud, abajo, festeje, grite, aplauda. Cinco metros a la redonda del frente del departamento de color crema quedan teñidos por las manchas del color de la sangre. Ninguna ventana de los nueve pisos del departamento está abierta. Es un edificio sin vida. Abajo se generan algunas corridas alrededor de las vallas de hierro y la infantería. Desde el escenario bajan las consignas finales: “¡No a las cárceles vip ni a la prisión domiciliaria! ¡Cárcel común efectiva y perpetua!”. Vuelan un par de tachos de basura del gobierno de la ciudad sobre la infantería. “¡Restitución de la identidad de los quinientos jóvenes apropiados! ¡Reivindicamos la lucha de nuestros padres y sus compañeros!”. Un par de comisarios pasados de peso, trajeados, dan instrucciones desde el teléfono celular que tienen pegados al oído. Se apretujan dentro del coralito. Transpiran. Dan órdenes. De nuevo la consigna de los nazis. Las diez mil personas. Desde el acoplado piden que no nos prestemos a provocaciones; que volvamos tranquilos a casa. La gente se desconcentra. Al rato sólo quedan algunos grupos desperdigados a lo ancho de la avenida Cabildo. Charlan, en ronda. Toman mate. Se muestran las fotos de las camaritas digitales. Muchos se quedan apreciando, con la cabeza levantada, las manchas de pintura, en lo alto. O se acercan hasta el elevador para preguntarle a Carlitos y los otros tres cómo se veía de ahí arriba el acto. La gente del sonido del camión acomoda cables y columnas. Algunos periodistas levantan notas alrededor de una Madre que habla frente a un micrófono, o ponen el grabador en la boca de una Hija que está haciendo declaraciones para una radio. En la otra cuadra, Pedro, el encargado de mameluco marrón, habla en voz baja, al oído de un vecino de camisa que tiene puestas unas bermudas y zapatitos náuticos. El encargado de chomba naranja está en la vereda de enfrente, del otro lado de Cabildo, con su hijo en brazos. El nene le marca con el brazo el frente del edificio manchado de rojo. El padre le cuenta la historia. La avenida, ya un poco más despejada, es un mar de papeles, botellas y cartones. La infantería se retira, uno atrás del otro, con el bastón de madera agarrado entre las dos manos. A medida que se alejan al trote, se ve que muchos tienen los cascos, uniformes y escudos manchados de rojo, saliva y cartón mojado. Los hijos y las hijas están todos juntos a frente al acoplado. También sus amigos, familiares y allegados: todo el mundo baila de manera desenfrenada, haciendo un poco. Los varones están en cuero. Otros están descalzos. Suena la Bersuit. El escrache salió de fiesta.

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El roce de las Topper

Los #Polémicos amigos que tengo que dentro de la Revista Paco tuvieron la generosidad de publicar otro de mis cuentos.

Se trata de un relato que tiene que ver con la Policía Federal y su ¿irreformable? -y ahora castigada- costumbre de perseguir a los jóvenes.

Gracias, Diego Vecino.

http://revistapaco.com.ar/2013/05/13/el-roce-de-las-topper/

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Manu y Santino Dios

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