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Un buen hombre


Nos volvió locos durante dos semanas. Siempre a las tres de la tarde, cuando la oficina era sacudida por un aluvión de urgencias, el viejo asomaba su cabeza desde el otro lado de la puerta, pedía permiso, y avanzaba, parsimonioso, hasta el escritorio. Saludaba, sacaba sus papeles de una roída carpeta de cartón plastificado, y nos pedía un nuevo cambio en el diseño de un diploma que daba lástima.

El hombre tenía a su cargo, en nombre de la Parroquia “Cristo Obrero y San Blas”, el armado de la celebración por los 105 años de Villa Soldati, y se le adivinaba, en la mirada, y un pequeño temblor en su mano derecha, su propia urgencia, y ansiedad. Con respeto, y sin pudor, pedía un cambio de tipografía, de color, en la distribución de los cuadros de texto y las imágenes. Se notaba que a lo largo de la vida se había tomado sus obligaciones con responsabilidad, y ahora, ante semejante exigencia, no iba a tirarse a menos.


Así fue que a pesar de los malabares que nos demandaba la gestión de la oficina, le imprimimos cien copias del diploma, en tamaño A4, y en un papel mate de trescientos gramos. El fin de semana siguiente, durante los festejos, se los debía entregar a los representantes de “las fuerzas vivas del barrio”. El archivo original lo había preparado su sobrina, que también trabajaba en el Ministerio, pero que “de ésas cosas mucho no sabe”.

“Peco” era el ascensorista del turno tarde de la sede central de la cartera. Se llamaba Alfredo Pecorino. Te recibía en la puerta corrediza del ascensor con una sonrisa, te daba un beso con los labios, y no con el cachete, y te palmeaba los dos hombros, al unísono. Transmitía una vitalidad que contrastaba con el deterioro de su cuerpo. Perfumado, y enfundado en un sobrio traje a medida, siempre llevaba encima una radio portátil, que funcionaba a pilas, y que escupía sólo tango o milonga.

Estaba al tanto de las novedades de la vertiginosa coyuntura política nacional, y también de las internas del Ministerio. En la planta baja, mientras esperaba que lo llamasen de algún piso, le gustaba susurrarnos al oído, con tono celebratorio, maldiciones contra el macrismo. Tenía una risa contagiosa.

A mitad del 2013 lo habíamos entrevistado, en el ascensor, para la revista de circulación interna del Ministerio. Estaba encantado. La noche anterior no debió haber dormido. Nos trajo una foto con Bergoglio, un diploma que la legislatura de la ciudad de Buenos Aires le había entregado en el 2008 por los cien años de Villa Soldati (con la firma de la presidenta de aquel momento, Gabriela Michetti). También nos ofreció documentos, recortes de diarios, medallas. Logramos un primer plano de su rostro arrugado, que transmitía ternura, y jovialidad. No se puso lentes, y las pupilas celestes estaban expandidas como las de un nene a punto de subirse a un cohete espacial. Tenía el tubo del teléfono del ascensor en la oreja, y el cable, extendido, cruzaba el margen izquierdo de la foto. Por medio de su relato, atolondrado, supimos que había enviudado pero que tenía cuatro hijos, siete nietos, y seis bisnietos; que había puesto las patas en la fuente de la plaza del 17 de octubre del 45; y que cuando era chico en Soldati le decían el “Recitador Criollo” porque en el cine del barrio, en el intervalo que había entre película y película, recitaba poemas de Héctor Gagliardi.

Durante la campaña electoral para las primarias y obligatorias de agosto de 2013 Peco se llevó centenares de ejemplares del número de la revista del ministerio en la que había aparecido. Las dejó en cada uno de los centros culturales, parroquias y unidades básicas de su barrio, en el que tenía ejercía una fuerte influencia, ya que "me conoce todo el mundo". Su comuna 8 fue el único distrito de la ciudad en la que el Frente para la Victoria le ganó al PRO, y al UNEN. Luego perdería, por muy poco, en las elecciones de octubre.

Nunca se lo vi, porque siempre vestía pulcras camisas abotonadas hasta el cuello, pero debía llevar un rosario pegado al pecho. Era un hombre muy creyente, aunque no lo publicitaba. Repartía su pasión entre su familia, Villa Soldati, y la militancia cristiana en la Parroquia. Al otro día del nombramiento de Jorge Bergoglio como máxima autoridad de la iglesia católica, el viejo se paseó por todos los pisos, y repartió, en mano, una fotocopia a color de una foto en la que se lo veía montado sobre una formidable mueca de entusiasmo, al lado del Papa peronista.

Cuando llegaron las fiestas, llegamos a darle un abrazo, a desearle un buen año. Luego, no lo volvimos a ver. La vorágine siguió, sin descanso. Como las lluvias de febrero, o la debacle del periodismo. Por eso, hace unos días, la noticia nos dejó helados. La muerte siempre paraliza. Forja un nudo en la garganta, y durante unos instantes, volvemos a pasar por el corazón al ser que se acaba de ir. Desde la oficina cumplimos con el deber de sacar un correo interno con la siempre ingrata novedad, y las debidas condolencias para su familia. También subimos a la intranet unas líneas, ilustradas con la foto que habíamos logrado para la nota de la revista.


No pude ir, pero imagino que en su velatorio se congregaron sus hijos, nietos y bisnietos, más los vecinos, amigos y compañeros. No podía ser de otra manera. Así se despide a un buen hombre.

4 comentarios:

vir dijo...

Bellisimo y conmovedor relato.

Anónimo dijo...

Genio!!!

Anónimo dijo...

Un hombre bueno deja testimonio de vida.Bravo

Anónimo dijo...

Un hombre bueno deja testimonio de vida.Bravo.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios