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Misa India en Brasil


Los trámites son varios, e insoslayables. Uno se pone ansioso porque no puede faltar ningún documento, y las horas pasan, y el deseo, se agiganta. Los permisos para que los chicos salgan del país, los seguros médicos, los papeles del coche, las tarjetas de crédito, y las vacunas.

Para prevenir el contagio de la fiebre amarilla hubo que acercarse hasta la avenida Huergo, en el bajo del centro porteño, una zona colmada de camiones y acoplados. Fue ahí adentro, en el Área de Sanidad de Fronteras del Ministerio de Salud de la Nación, que por primera vez, a una semana del viaje a Brasil, el sueño empezó a hacerse notar en la boca del estómago.

En el sala, no muy grande, había unos quince pibes, todos futboleros. Estaban ahí por las mismas razones que nosotros: la Copa del Mundo. Ninguno entonó una canción, pero no hubiese desentonado que nos pusiésemos a saltar sobre los asientos de la oficina pública. Hasta los administrativos que asentaban nuestra presencia en su sistema, tenían puestas remeras y buzos de la selección. Un microclima muy nuestro. Muy argento.

De repente, como si estuviese saliendo de la boca de un túnel, de la sala vacunatoria emergió el Cuervo, un viejo compañero de militancia en HIJOS, que a finales de los noventa, cuando resistíamos los embates de un proyecto político que nos excluía, y odiaba, se destacaba por su fiereza para enfrentar a la Infantería de la Policía Federal. Luego, tendría dos mellizas junto a su compañera de toda la vida, y ahora, como tantos otros, trabaja en el Estado Nacional. Fanático de San Lorenzo, fernetero, ricotero, en una de sus manos traía el casco de su moto. Vestía pantalón de gimnasia Adidas, y campera de la selección cubana de Voleibol.

Esperé a que me viese, en el rincón, pero no. Entonces le chisté. Hizo un sondeo con sus ojos claros, estiró el cuello, expectante, convencido de que el llamado era para él. Cuando nos miramos, y la sonrisa fue nuestra, me levanté, y nos dimos un caluroso abrazo en el medio de la sala. El resto de los pibes debió disfrutar de la escena, porque qué más lindo que encontrarse con un par en la previa del viaje a la Copa del Mundo, en Brasil.

Contó que en unas horas partía junto a otros tres amigos –a los que también conozco, y que son tan argentos, futboleros y militantes de las causas justas como nosotros-, en coche, hacia Río de Janeiro, donde dormirán tres noches. El lunes, al otro día del debut de la selección de Sabella, partirán hacia Belo Horizonte. Y de ahí, bajarán hasta Porto Alegre. No tienen entradas para ninguno de los tres partidos de la primera serie, pero eso no tiene importancia.

Nos vemos ahí, entonces - le dije cuando me llamaron para darme la vacuna.
- ¿En Porto Alegre?
- Sí. Nos vamos una semana, en coche. Allá tenemos familia.
Sus ojos claros parecían dos bolas de fuego. Nos palmeamos las mejillas, entonados.
- Qué locura, ¿no? -suspiré -. Es como una misa india pero en Brasil.
- A morir, Papá. Hace tres años que estamos esperando este momento.

Entramos a darnos la vacuna. El pinchazo no dolió. La enfermera era una señora de tonada tucumana, muy amable, y didáctica, que nos deseó suerte, a nosotros, y a la Selección. Salimos, con los documentos en la mano, y el líquido en las venas. Cruzamos Huergo, y ni bien pisamos el cordón de la vereda, nos dimos el primer beso mundialista.

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Manu y Santino Dios

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