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Literatura y política en el Centro Cultural Kirchner


Literatura y política, esas dos inagotables búsquedas y elecciones de vida de los Hermanos Dios, se fusionaron el fin de semana pasado en la Feria del Libro Popular (FLIPA) que organizamos junto a unos compañeros en el imponente Centro Cultural Kirchner (CCK), Corazón de la Cultura.

Se trató de uno de esos cimbronazos que le inyectan combustible al deseo, a los sueños, a las posibles realizaciones, que te motivan como el himno coreado en las tribunas de la final de la copa del mundo. Hablamos de proyectos personales, que en mi caso tienen que ver con el oficio de escribir (periodismo, literatura), y del colectivo, que pasa por militar en una fuerza política para seguir transformando la realidad de un país que se desangró sin parar.

Me di el gusto de organizar y producir, junto a la magistral compañera Leticia Martín, la programación de treinta escritores y moderadores de las seis mesas (de un total de ocho) que la FLIPA ofreció, durante dos jornadas, en la Plaza Seca del CCK, debajo de la Ballena Azul. 


Se trató de universo de autores hoy están produciendo y discutiendo literatura en nuestro país. Escritores que en su mayoría no tiene más de treinta y cinco años, y cuyos nombres circulan en charlas, lecturas en vivo, ferias y festivales del ambiente literario.

Pero en este caso la organización del evento -la FLIPA- la puso la política. La militancia. Y estuvimos a la altura de las exigencias que impone un evento que duró dos días y que convocó a por lo menos treinta editoriales, y que contó con mesas temáticas –en la terraza de la Ballena Azul y en una sala anexa- de las que participaron referentes de la política, los medios de comunicación, el cine, el teatro y el deporte.



Crédito fotos: Bruno Sz


La otra gran diferencia con otros festivales de literatura fue el espacio físico en el que se realizó la feria. Cuando entrás al CCK te tiemblan las rodillas. Se torna imposible no asombrarse, emocionarse, o conmoverse (en nuestro caso, por lo menos). La idea de un Estado presente e inclusivo se hace carne con la fuerza de lo insoslayable. Está ahí, se impone y abre frente a los ojos, en la majestuosidad que ocupa todo el tiempo y el espacio, debajo de los pies, en las alturas, en el bombeo del corazón.

Literatura intangible, fantástica, el cuerpo y la ficción, escritores imaginarios y los lugares comunes en la narrativa fueron algunas de las propuestas de las que charlaron los colegas. Esos disparadores sirvieron, también, para que luego de romper la coraza del pudor, pudiesen surfear las distintas olas de espontaneidad que fue emergiendo en las mesas. Así fue que disfrutamos de lo impredecible. Lo que no se trajo preparado desde la casa. Lo que surgió allí mismo, en tiempo real.

A algunos de los colegas los conocía y a otros los vi por primera en la feria. A todos tuve el gusto de estrecharles las manos o darles un beso en la planta baja del CCK, rodeados de arte, cultura y pueblo. Nos pusimos a su disposición, los acompañamos a los camarines, intercambiamos libros y reflexiones literarias y políticas, y tuvimos la oportunidad de acceder, con cierta fascinación, algunas de sus fobias y genialidades.

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Desde los balcones del Congreso


Mariano, cómo te va, me saludó Carlos hace unos días desde su celular. Detrás de su ronca voz se escuchaba un agitado murmullo. Te molesto para contarte que la cámara de diputados acaba de votar una cobertura previsional a nuestro favor. Se produjo breve silencio. El sonido ambiente, del otro lado de la comunicación, era pura algarabía. Genial, Carlos, un alegrón, atiné a decir yo. Qué te parece, dijo, con tono de voz que que estaba a punto de quebrarse. Gracias por hacerme parte de la noticia, Carlos. Por favor, Mariano. Es una victoria de todos, dijo, y cortó.

Las Malvinas para mí siempre fueron un sufrimiento ajeno. Ni en mi familia, ni en círculos sociales cercanos, hubo alguien que hubiese tenido que vivir aquel infierno doméstico. Atesoro algunos vivos recuerdos del circo mediático que se montó durante el conflicto bélico. Durante aquel abril yo asistía al quinto grado de una escuela pública y las noticias que se filtraban desde la calle militarizada nos excitaban como si fuesen goles de Diego Armando Maradona. Luego exilié hacia Israel con mi familia, un par de años después pegamos la vuelta a casa, y mis padres lograron rearmar nuestro presente una vez más. Durante la adolescencia las consecuencias de la guerra se hicieron carne por medio de los lastimosos soldados que pedían limosnas en los trenes privatizados. Habían sido arrojados al olvido y al abandono, pero eso lo entendería después. En aquel momento, aquellos pobres corazones condecorados eran sinónimo de piedad.

Yo tenía mi propio resentimiento contra el Estado ya que el Ejército había asesinado a mi padre y por aquellos años noventa me acerqué a la agrupación Hijos para encontrar algo de alivio. Así fue. Llegó en forma de Escrache a los Genocidas. Pero todavía no estaba en condiciones de asociar mi propio dolor a un quiebre y desbande colectivo.

Hace algunos años atrás entré a trabajar al mismo Estado nacional que tanto daño había hecho. Solo que ahora estaba gestionado por hombres y mujeres más con historias, padecimientos y tradiciones políticas mas parecidos a las de muchos de nosotros. Fue a partir del mundo que se abrió en la función pública que lo conocí a Carlos, por medio de una entrevista que le hicimos para una revista de circulación interna de un Ministerio. El hombre había estado en las islas y había sufrido las consecuencias de la guerra. Un ex combatiente de carne y hueso.

Una de las aclaraciones que compartió con mayor énfasis fue que tanto a él como a los suyos les había dolido más el abandono oficial posterior a la guerra que el horror sufrido en las heladas islas del fin del mundo. Fue en ese pasaje de la conversación que se le quebró la voz, y se le piantó un lagrimón que le surcó la piel morena del pómulo derecho. Su postura corporal, sus gestos duros, sus pocas palabras, conforman una foto inolvidable.

En el 2003 cambió la historia, recordó, aliviado. También la de ellos, los ex soldados, subrayó. El Estado, por fin, se ocuparía de ellos, como también se estaba haciendo con otros sectores de la población que hasta ese momento habían sido vomitados al tacho de la historia. Se los dignificó con los respectivos reconocimientos que había que hacerles por haber peleado por la Patria, pero también, y en especial, con una reparación económica para toda la vida. Una doble pensión que los puso de pie, que les permitió dejar atrás los trenes privatizados y los almanaques de cartón, el llanto, el dolor y el resentimiento por los compañeros suicidados, y volver a proyectar un porvenir propio y colectivo.

También se les ofreció la posibilidad de juntarse, organizarse y participar del diseño de nuevas políticas públicas para sus pares, y sus familias, a través de la Comisión Nacional de Ex Combatientes que depende del Ministerio del Interior. Desde allí, por ejemplo, se impulsa el juzgamiento de los militares que los estaquearon en la helada tierra malvinense, entre otros delitos.

Carlos me llamó desde los balcones del Congreso porque me tiene asociado a la generación política que desde hace algunos años entró a trabajar a la función pública con una profunda vocación de servicio y una sensibilidad social a prueba de medios de comunicación destituyentes, entre otros males de la época, que no solo se sumó a la reconstrucción del rol de garante de derechos de un Estado de nuevo presente, sino también, a la ola de reparaciones históricas a favor de distintos sectores de la sociedad. Los ex combatientes, entre ellos.

Carlos llamó, agradecido, entre vivas de emoción, para hacernos parte de una nueva victoria. Gracias, compañero.

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Manu y Santino Dios

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