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la puta que me parió

A mis espaldas escucho que alguien susurra: Hoy a la noche hiela. Miro por sobre mis hombros y veo al hombre: ¿Perdón? Hoy a la noche hiela, vuelve a decir. Tiene unos cincuenta años, el pelo mojado y recién peinado, y camina sin apuro. En la mano derecha lleva un botinero. Lo vuelvo a mirar: ¿Por qué va a helar? Se nubló y se retiró el viento, explica, y eleva el mentón hacia el cielo. Tiene razón. Está taponado de nubes. El otoño, aparte de castigarnos con pésimas noticias, trajo frío y muy poco sol. Pero ahora ya no hace el frío criminal de la mañana. Son las cinco de la tarde y la temperatura subió un par de grados. ¿Terminó la jornada de trabajo?, le tiro. Sí, tengo un largo viaje hasta hasta José C. Paz, en el San Martín. Vas a la estación, supongo, digo. Sí, confirma. Estamos caminando por la avenida Corrientes, a la altura de la calle Serrano. Vengo desde el Abasto, agrega. Como los precios del transporte se fueron a las nubes camino para ahorrarme un colectivo. Mirá, digo. Debe haber nacido en el norte del país, pienso, por el color de la piel, la tonada, la humildad. Viste una campera gastada, jeans y un par de zapatos de cuero viejo pero noble. Lo más duro es que sabíamos que estos tipos iban a hacer lo que están haciendo, digo yo, que vengo juntando bronca e indignación. Así es, dice él. Nos para un semáforo. En diagonal veo la cola de por lo menos veinte pobres infelices en la puerta de un comercio que cobra facturas a través del servicio Pago Fácil. Somos mamíferos que desfilamos mansamente hacia el matadero, pienso. Los otros nos cuidaban, digo, cuando volvemos a retomar el paso. Luego de una pausa, dice: Es verdad. Pero robaron, agrega. Eso dicen los de la tele, mando yo, pero hay que ver. Todos roban, lanza él, luego de lanzar un escupitajo al suelo, y mirar hacia el cielo, que asoma entre las ramas de un plátano. A nuestros pies, las hojas secas ensucian los umbrales de los comercios vacíos. De qué trabajás, pregunto. Soy gastronómico. ¿Y cómo están en el rubro?, sigo. A nosotros nos bajó mucho el trabajo, cuenta. Para colmo echaron a un mozo compañero nuestro. ¿Y Barrionuevo?, tiro. Ese es un delincuente, escupe, justo cuando volvemos a frenar por otro semáforo. Ahora nos miramos por primera vez. Se le nota la rabia. En la mirada, el gesto duro en los pómulos, la rigidez de las bolsas que tiene debajo de los ojos oscuros. Es un farsante el hombre ese, agrega. Un millonario que vive a costa nuestra, agrega. Los otros nos defendían, vuelvo a decir. Ahora estamos desprotegidos. Tenés razón, reconoce, y luego de darme un toque en el brazo, aprovecha que está baja la barrera para lanzarme un saludo y cruzar la avenida al trotecito. Lo sigo con la mirada, mientras camino, pero enseguida me distraigo con un bulto al que le falta una pierna, que está doblado contra una persiana baja, abatido por el vino barato que yace sobre el suelo, a un costado. A un metro de distancia, dos perros husmean entre la basura que los vecinos tiraron al pie de un contenedor rebasado. Escucho la bocina de la formación del San Martín. Aparece veloz, potente, ruidoso. Se mueve el piso. Una docena de trabajadores con ropa deportiva y un tabaco entre los labios corren hacia la estación. Lo veo al mozo, entre los que se trepan por arriba de los molinetes para llegar al andén. Cruzo las vías, camino a Chacarita. Escucho el silbato del guarda. Un hombre de saco gastado y pelo blanco ofrece dos paquetes de pañuelos por diez pesos. El tren se va. Luego de hacer treinta metros, llego a la otra esquina. Enfrente, del otro lado de la avenida, y por encima de las copas de los árboles del Parque los Andes, el cielo se abre agresivo, sucio, pesado. Pienso en la helada de la noche. La puta que me parió.

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Que se mueran todos

Primero toleré estoico que la periodoncista me limpiase a puro ganchazo el sarro que se me junta entre los dientes. Luego, cuando ya me había desprendido el babero y puesto de pie, tuve que soportar que ante un comentario de mi parte sobre la agobiante realidad económica, ella despotricase contra Alicia Kirchner porque la solía ver desde un ventanal de su departamento de Barrio Norte con varias valijas sospechosas, en la vereda, antes de meterse en un Audi. Salí del consultorio con los dientes apretados, sin decirle adiós.

En el mostrador del centro odontológico me devolvieron la credencial de mi obra social y me dijeron que pase por la caja de planta baja.

Tenés una deuda de cien pesos de noviembre de 2014 por otra limpieza, me dice la empleada al ingresar mis datos en el sistema. Tiene más de cincuenta años, delantal blanco, el pelo teñido de color chocolate, una nariz llamativamente puntiaguda y las pestañas larguísimas, recién maquilladas. Un ave de la película animada Río. Me abrochó, pienso. Cobrame entonces, le digo. Ella no abre el pico pero afirma con la cabeza, mientras le mete pezuña al teclado. Un metro y medio hacia arriba y hacia la derecha de mi cerebro está sintonizada la señal Todo Noticias, que no es más Todo Negativo sino más bien lo contrario. Fede Bal habla de su separación. Son trescientos cincuenta y seis pesos, me dice el ave. ¡Cómo!, reacciono. Ella repite la cifra con un tono que insinúa cierto fastidio. ¡Vos decís que me están cobrando más de doscientos cincuenta pesos la limpieza que me acabo de hacer!, alzo la voz. Eso mismo, dice ella, a una pizca de sobrarme. La compañera que está a su lado, más joven, está absorbida por la pantalla de su celular. Con la cabeza completamente en blanco, navega los posteos de su Facebook. Suena un teléfono que nadie atiende. Rompo todo, pienso, mientras me sube una ola de calor desde la planta de los pies. ¿Ciento cincuenta por ciento de aumento?, reclamo, mientras me inclino sobre el mostrador. Siento el vaho que llega desde mis axilas pero también el aliento a maní tostado de mi interlocutora. Todo aumentó, razona ella, acentuando la primera o. Ni hablar si calculamos desde el 2014, suma. La ilustrada periodista de TN le sigue ofreciendo micrófono a Bal, que gesticula desde atrás de unos lentes para el sol que seguro compró en Miami. El calor ya me ganó los pectorales, los hombros, el rostro. Miro hacia la calle. Un peatón está insultando a un colectivero. Le dice que baje. Lo invita a pelear. El chofer lo ignora. Hagamos una cosa, digo yo: por lo de hoy te pago ciento setenta pesos, un aumento del ochenta por ciento con respecto al 2014, ponele. Treinta por ciento del año pasado y cincuenta por la devaluación del último verano. Son doscientos cincuenta y seis pesos, dice la cotorra maltrecha. No te los voy a pagar, me planto. De ningún modo voy a permitir que me estafen. Nosotros somos empleadas, salta la otra, sin correr la vista de la pantalla. Me importa una chota. No voy a pagar. Que venga tu jefe, tu gerente o la concha de tu abuela. No pienso pagar. En la calle suenan una, diez, mil bocinas de autos, motos, colectivos. Un camión, a lo lejos. El colectivero no puede avanzar porque el dueño del auto que le impide el paso le sigue gritando barbaridades. Varios peatones filman la escena. Esperan un gran desenlace para enviárselo a fiscales morales de la nación como Santiago Del Moro o Alejandro Fantino. Tiene que pagar, señor, me dice el ave, muy seria, mirándome fijo a los ojos. Algo se desencajó en su espantoso rostro pintado. El rimmel, o los nervios, que le ponen de relieve las arrugas. Hubo mucha inflación, acota su compañera con cara de monito tití. Bal, sobre mis orejas, dice que siempre estuvo en contra de la violencia de género. El colectivero baja de su unidad, recorre un par de pasos, toma impulso y le tira una patada voladora al peatón. Algunos curiosos se tapan la boca con la mano y agrandan los ojos. Ya no están dentro de mi ángulo de visión. Les pago ciento setenta pesos, o nada, mamertas. Es lo que corresponde. No voy a dejar que me estafen. Basta. Me tienen harto. Ustedes, que se ponen la camiseta del patrón estafador, los de afuera, que van dóciles por la vida mientras les meten la mano en el bolsillo, y los de arriba, que no paran de cogernos de parado y sin vaselina. ¡A nosotros no te vas a dirigir de esa manera!, salta el ave como si un resorte la hubiese expulsado de la jaulita. Ahora la tengo a cinco centímetros de mi jeta sofocada. Se mezclan los olores de nuestra transpiración. ¡Me chupan todos la pija!, le grito con tanta rabia que le impregno algunos salivazos en los cachetes maquillados. Vos, la mono tití, tu empresa y Fede Bal, le digo, con el índice en punta, y los ojos inyectados de sangre. Luego por fin salgo del chiquero.

La furia me ciega y siento que no logro contenerla dentro de mi cuerpo, que se me escapa por los poros de la piel como si fuese veneno líquido. El colectivero y el peatón ya fueron separados. Los retienen de los hombros. Tienen los ojos desorbitados, el pelo desordenado, la ropa fuera de lugar. Al peatón le sangra la boca. Se lo merece, por omnipotente. Los bobos de siempre siguen filmando. Las bocinas ya son un escándalo. Llegan al trote dos federales y un metropolitano. Todos morochos. Serviles. Que se mueran todos, pienso, y cruzo la avenida sin mirar atrás.

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Estado, organización y lucha


Somos parte de una generación que durante los últimos seis, siete, ocho años (la falta que hacen, cuánto los extrañamos, carajo) valoró, defendió y puso la cabeza y el corazón para trabajar en la gestión del Estado nacional, y ponerlo al servicio de las necesidades del pueblo y los intereses de la Nación. Así, en esos términos. Quién hubiera pensado que nosotros, que en la adolescencia puteamos a esa entelequia llamada Estado hasta quedarnos afónicos, le tiramos cascotes y hasta alguna molotov mientras sus guardianes nos reprimían en los recitales, en la cancha, en el barrio y en las marchas, mientras el país se incendiaba y los genocidas caminaban sueltos por la calle, algunos años después citaríamos a un ministro de Economía -parecido a nosotros en muchos sentidos- en una red social, una pared, o en una revista impresa, al exclamar que el Estado nacional es la herramienta más poderosa con la que contamos para transformar la realidad. Ese mismo Estado que nos hambreaba y reprimía ahora sabíamos que podía jugar a nuestro favor y del país. Qué pasó en el medio. Nos gobernaron hombres y mujeres que no solo irrumpieron en la vida política del país flameando las mismas banderas que nosotros y nuestros padres, sino que las llevaron a la victoria, desde la mismísima Casa Rosada, que pasó a ser nuestra, de todos y todas.

Pero de repente, sin que estuviésemos preparados, el desasosiego volvió a apoderarse de nosotros. Los impresentables se apropiaron del Estado, echaron a miles de trabajadores y desmantelaron políticas públicas vitales. Estamos golpeados pero también llenos de resentimiento, porque el nuevo gobierno no solo está avanzando de modo brutal contra el pueblo, sino que a nosotros, como generación política, nos persiguen por haber engrosado y por habernos enfiestado en el proyecto político que pateó el tablero a favor de las mayorías y en detrimento de los sectores que siempre ejercieron en nuestro país una hegemonía económica, política y cultural. Somos millones los que defendemos un ideario que entre sus prioridades explicita que apostamos a un Estado presente, inclusivo y regulador de las inequidades implícitas del mercado.

Por eso en el nuevo número de la revista Kranear, junto a Rocío Bilbao y Celeste Abrevaya decidimos poner blanco sobre negro en relación al rol del Estado. Cuando está a cargo de un proyecto político popular o en manos de un grupo de gerentes crueles, omnipotentes e inescrupulosos. Nos ocupamos del tema en las ochenta páginas de la nueva edición, que en su tapa tiene una ilustración de Andy Riva, y en el que opinan y escriben, entre otros, Axel Kicillof, Alfredo Zaiat, Juan Carlos Junio, Roberto Baschetti y Daniel Catalano, de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE). 






Justamente, fue junto al joven y combativo secretario general de los estatales y el comunero por el Frente para la Victoria, Osvaldo Balossi, que presentamos la revista frente a un gran número de compañeros, amigos, familia y vecinos del barrio de Caballito. Organización y lucha fueron los ejes más importantes de las intervenciones y el posterior intercambio de palabras con algunos de los invitados, por medio del micrófono. Siempre atravesados por un desagradable sentimiento colectivo de angustia y resentimiento del que hablábamos más arriba. 






Por suerte, los que hacemos la revista, también pensamos en una faceta artística para la presentación. Sucedió de un plumazo en el sorprendente sótano de la unidad básica. Allí habíamos montado una muestra de fotos de las llamadas Plazas del Pueblo, en las que decenas de miles de compatriotas se vienen manifestando desde el 10 de diciembre de 2015. Fue allí que Ramiro Abrevaya tocó un par de canciones, a voz de cuello, y Sol Giles, en nombre de los Poetas Peronistas, leyó unos versos. Éramos veinticinco personas. En ronda. En silencio. Afiebrados a las palabras y a los sonidos. Con el estómago abierto a nuestros miedos y esperanzas, mientras los más chicos, vivos como una correntada de fresco, jugaban en el piso, ajenos a la insoportable nueva realidad.

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Nuevo número de la Revista Kranear


La nueva edición de la revista Kranear está dedicada a un único tema: El rol del Estado. Un Estado que la generación de los que tenemos entre treinta y cuarenta años pudimos disfrutar y luego defender porque no solo fue utilizado para garantizar el cumplimiento de los derechos de las mayorías sino también para promoverlos y expandirlos. Un Estado que funcionó a todo vapor a favor de la inclusión social y los intereses nacionales, y que fortaleció las instituciones de la democracia. Ahora que el Estado está en manos de hombres y mujeres que tienen empresas fantasmas en paraísos fiscales y que nos hablan de pobreza cero, nos pareció atinado completar las ochenta páginas del número con un informe especial y varias notas colectoras, de la mano de dirigentes, periodistas y pensadores como Axel Kicillof, Alfredo Zaiat, Roberto Baschetti, Juan Carlos Junio, entre otros, para poner blanco sobre negro el perfil que toma un Estado en manos de un proyecto político popular, de otro antipueblo. También, como siempre, contamos con el aporte de redactores, ilustradores, fotógrafos y diseñadores.

La presentamos el jueves 5/5, en Caballito, junto a amigos y compañeros. 


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Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios