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Pases en tiempos de desempleo II

Carlos se convenció al ver los volantes adheridos en las vidrieras del noventa y cinco por ciento de los comercios de Balbín. “NO al túnel. Por nuestro trabajo. Por las inundaciones. Por la inseguridad. Nos juntamos el viernes 18/08, a las 19.00 horas, en la plazoleta Goyeneche”. Listo. Se sumaría a la protesta. Necesitaba juntarse con otros para escupir aunque sea parte del veneno que lo estaba ahogando.

Carlos se había sumado a las actividades de una unidad básica pocos días después de la muerte de Néstor Kirchher, sacudido en algún punto de su sensibilidad por las imágenes del velorio y la plaza llena de jóvenes. No venía de una familia peronista, pero trabajaba en el ministerio de Agricultura y a lo largo de los últimos años pudo constatar con sus propios ojos cuál era la diferencia entre un Estado presente y otro bobo y retirado. También le resultó evidente el contraste que se produjo entre los pibes que habían entrado a trabajar en el último tiempo, con respecto a los vejestorios estatales que estaban atornillados a una comodidad que no le servía a nadie, y que en el último tiempo azuzaban la idea de ñoquis que había lanzado Macri. Él no era ningún pescado. Los medios de comunicación atacaban al gobierno anterior porque se había animado a dar algunas discusiones muy pesadas.

Pero la experiencia militante en el barrio terminó en frustración. Si bien disfrutó las jornadas de trabajo conjunto por causas justas, las movilizaciones, actos e inauguraciones muy coloridas y entusiastas, algo se fue deteriorando en su interior, de modo paulatino y hasta dolorosa, hasta que dejó de ir. Había en el ambiente de la política una sistemática rencilla por nimiedades. La voz cantante en un acto barrial, la coordinación de los fiscales en una escuela, una responsabilidad en la estructura de la agrupación. Él no tenía nada que ver con eso. La energía la ponía en el trabajo, y en casa, en la que vivía junto a su compañero. Por introvertido, o cobarde, se fue sin hacer ningún planteo, o “dar la discusión”, como decían los más chicos.

Carlos caminó las seis cuadras que separan su casa de la estación Saavedra. Estaba de buen ánimo, aunque algo nervioso. La plazoleta había sido desbordada y parte de los doscientos vecinos cortaban uno de los carriles de la avenida Balbín, con el apoyo y la custodia de un patrullero de la Policía Federal. Ya había caído la noche y la primera fila de manifestantes portaba cartulinas con las distintas consignas de la convocatoria. El tráfico se movía lento y pesado hacia las vías y los automovilistas, con el brazo en la ventanilla, miraban con caras de fastidio. Carlos pensó que muchos de los que estaban ahí, por su ropa, su cara, sus poses y gestos, debían haber votado al gobierno que ahora los asfixiaba con su política económica. Dio unas vueltas entre la gente. Algunos hacían sonar silbatos. Otros le pegaban a una cacerola y el resto aplaudía. Allí no se hacía más que eso: un ruido parejo, a través de un ritmo acompasado. Empezó a aplaudir él también.

“¿Tenés idea en qué anda el tema del amparo?”, le preguntó un muchacho alto y flaco, vestido con ropa deportiva. “Ni idea. Recién me sumo”, contestó él. “Ah. Escuché al de la casa de fotografía que contaba que dos abogados estaban por hacer una presentación judicial para frenar la obra”, dijo el flaco. Una señora de unos cincuenta años, con rulos hasta los hombros y lentes con armazón de aluminio sobre la cabeza, contó que sí, que lo habían presentado por la mañana. “El juez de turno del fuero contencioso tiene tiempo hasta el miércoles para darle o no lugar”, dijo la señora. “Genial”, devolvió el muchacho. “Ojalá que avance”. “No creo”, retomó la señora, “estos tipos son muy listos para estas cosas”. “¿La gente de Larreta?”, sumó Carlos. “Sí”, contestó ella. “Para esto y mucho más”, dijo él. La señora y el de la ropa deportiva afirmaron con la cabeza, sin decir una palabra. El gesto fue pura resignación.

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El enviado


Una de las más importantes fuentes de inspiración para un escritor de ficción es la experiencia de su propia vida. Ahí me animo a encajar a mi padre, Gustavo Abrevaya, que acaba de publicar su tercera novela. Le sobra recorrido personal para inspirarse. Por ejemplo, haberse enamorado a sus veintiún años de mi madre, militante revolucionaria que le llevaba cinco años y que tenía un hijo de cuatro. O haber estudiado la carrera de Medicina con Videla en la Casa Rosada. O haberse exiliado –ya con nosotros y mi primer hermano, Ramiro- a Israel, poco tiempo después de que Galtieri enviase a asaltar las Islas Malvinas. O haber empezado de cero acá, a partir de 1984. En su obra literaria asoma con claridad la influencia que aquellos años ejercieron sobre el alma de Gustavo. El tema que atraviesa sus tramas y perturba a sus personajes tiene que ver con la experiencia política personal y colectiva que sería arrasada en las salas de tortura del Estado argentino. Primero fue en la novela premiada El criadero, en el que se narra la historia de un joven cineasta, que luego de parar en un pueblo perdido en una ruta provincial, sufre la desaparición de su novia, compañera de viaje. Luego llegó el turno de Los infernautas, un ambiciosa texto de largo aliento en el que un gemelo busca a su hermano también desaparecido, luego de haberse sumado a las milicias de uno de los dos bandos que disputan una guerra celestial. Ahora, con El enviado –escrito a dos manos, junto a Leonardo Killian- en la historia se unen dos puntos de una misma línea: el mítico 25 de mayo de 1973 y un presente histórico cuyo epicentro es el hospital neuropsiquiátrico Borda. Mi padre es psiquiatra y los manicomios son parte de su bagaje laboral y personal. Conoce bien los vicios y debilidades de los enfermeros y los médicos. La locura y sensibilidad de los pacientes. Yo mismo tengo algún recuerdo de sus pasillos y parques, de la mirada extraviada de hombres y mujeres solitarios. Gustavo también sabe mucho de cine y de literatura policial. Todo ese cóctel, junto al talento de Killian, más la corrección que aportó la maestra Elsa Drucaroff, se funden en un policial negro que sin dudas merece un lugar en la vitrina de la mejor tradición argentina del género. Yo lo leo con un placer incontenible. Soy su hijo, sí, pero también un escritor que hace tiempo aprendió dos cosas: 1) para escribir hay que leer, 2) leer buena literatura nos estimula la vida; y El enviado es justamente eso: buena literatura.



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Manu y Santino Dios

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